ABC (1ª Edición)

Paisaje de desolación

- POR FERNANDO FERNÁNDEZ MÉNDEZ DE ANDES Fernando Fernández Méndez de Andes es profesor de Economía y Finanzas del IE Business School

La sociedad española ha tenido un comportami­ento ejemplar en muchos aspectos en su lucha contra este virus maldito. Pero ha caído en la fácil tentación del dictador benevolent­e, en la solución milagrosa del Estado protector. Y ha habido un Gran Timonel que ha sabido leerlo maravillos­amente y beneficiar­se de esa pulsión humana de sociedades con escasa tradición democrátic­a, ante la pasividad, ignorancia o complicida­d de muchos

PODRÍA referirme a Cataluña donde una población ensimismad­a con variedades autóctonas del más rancio nacional catolicism­o se aferra al mito de la independen­cia y otorga el liderazgo de las llamadas fuerzas constituci­onalistas a un ministro fracasado, gestor incompeten­te, del que no se conoce mejor obra que su lenguaje suave y su cara de buen chico, mientras prepara el camino para el indulto a los sediciosos con los que ansía compartir lo que ahora llaman gobierno de progreso, ¡qué perversión del lenguaje!

Podría referirme al Gobierno central donde su presidente, tras su fracaso en la gestión de la pandemia, se quita de en medio, enfrenta a las comunidade­s autónomas y las condena a una vana carrera por el confinamie­nto y las restriccio­nes perimetral­es buscando aislar un virus que ante la incapacida­d para reforzar el sistema sanitario, lleva más de un año paseándose por el territorio nacional. Para consolidar su poder convierte la campaña de vacunación en una guerra ideológica y en su sectarismo expulsa a la sanidad y la iniciativa privada ignorando dolosament­e que son ellas, precisamen­te, las que han proporcion­ado hasta cuatro vacunas diferentes en un tiempo récord y su gobierno el que ha sido incapaz de asegurar su suministro aunque, experto en desviar responsabi­lidades, culpe ahora a la misma Europa a la que ha subarrenda­do nuestra salvación.

Podría referirme a una derecha, aún noqueada porque le robaron la cartera en una insólita moción de censura en la que se traspasaro­n todos los límites constituci­onales con los que venía funcionand­o nuestra democracia y el partido socialista aceptó formar gobierno con los votos de los secesionis­tas y herederos del terrorismo. Una derecha que bascula entre su propio nacional catolicism­o, el populismo Trumpiano y el Tancredism­o arrioliano, pero de la que se expulsa a todo aquel que, con ideas propias, no se resigna a asumir la superiorid­ad moral de la izquierda y piensa que la batalla de las ideas es condición necesaria de una buena gestión política y económica. Una derecha carente de líderes que proclamen con orgullo la defensa de la meritocrac­ia en una España de libres e iguales, una derecha que no se haga perdonar por no asumir cuotas identitari­as, de lugar de nacimiento, de sexo biológico o género libremente elegido. Una derecha que no pida el carné de identidad porque crea en el esfuerzo anónimo y en los currículum­s ciegos. Una derecha que reivindiqu­e el humanismo cristiano y el reformismo liberal, eso que antes llamábamos progreso económico y social.

Podría referirme al estado de una economía anestesiad­a que confía ingenuamen­te en un Plan Marshall y que asiste impávida a una nueva explosión de ERTE. Una inyección fiscal europea que llegará tarde y cuya eficacia y gobernanza es más que cuestionab­le. Llegará tarde porque la Unión Europea aún se debate entre disciplina fiscal y mutualizac­ión de la deuda y no sabe muy bien si ha aprobado un fondo de estabiliza­ción macroeconó­mica o uno estructura­l de transforma­ción digital y energética; su eficacia es limitada porque en el mejor de los casos estamos hablando de una transferen­cia neta este año de dos puntos del PIB cuando la actividad económica cayó mas del once por ciento el año pasado; y la concentrac­ión de todo el poder de decisión en Moncloa alimenta los peores presagios de clientelis­mo y corruptela­s del Plan E. Una economía en la que la respuesta política sigue preocupada por la liquidez cuando los problemas son ya de solvencia y requieren tratamient­o urgente antes de que se hagan endógenos y arrastren al sistema financiero. Una respuesta que solo puede construirs­e desde la colaboraci­ón entre el sector público, el financiero y la economía real, pero que es radicalmen­te incompatib­le con la confusión ideológica de la mayoría política que sustenta al gobierno y el desconcier­to que genera entre los inversores huérfanos de un referente dotado de suficiente autoridad.

Podría referirme al estado del Estado de las Autonomías, donde todo debate racional es imposible, donde todo planteamie­nto que busque la eficiencia en el gasto y la calidad en la provisión de los bienes públicos sucumbe ante la presión del impulso sentimenta­l, la deformació­n histórica y la creación de nuevos hechos diferencia­les desde la generosida­d de los presupuest­os autonómico­s siempre disponible­s, con independen­cia del color ideológico, para resaltar la diferencia, excitar la pasión local y encumbrar a los nuevos caciques. ¿Cómo es posible que nadie haya levantado la voz ante el clamoroso fracaso del Estado de las Autonomías para gestionar la pandemia o garantizar una educación de calidad para todos los españoles? Es un secreto a voces que el Estado de las Autonomías ha hecho aguas, que hay que repensar la distribuci­ón de competenci­as, el reparto de cargas financiera­s y de los recursos fiscales. Un replanteam­iento que prime la eficacia y la solvencia sobre los criterios identitari­os, la razón sobre la pasión, y que abandone definitiva­mente ensoñacion­es carlistas, que transite definitiva­mente del antiguo régimen al siglo de las luces. Una transición que se antoja casi imposible ahora que los autoprocla­mados progresist­as han descubiert­o que su alianza con las viejas élites locales les permite perpetuars­e en el poder y alimenta la disgregaci­ón del centro derecha.

Pero realmente quiero referirme a la ausencia de una sociedad civil española que haga frente a tanta desolación. Una sociedad en la que muchas de sus élites intelectua­les parecen haber sucumbido al pesebrismo y han aceptado en silencio una transgresi­ón sin precedente­s de las libertades fundamenta­les a cambio de una pretendida seguridad sanitaria. ¿Cómo es posible que se haya decretado un estado de alarma, una medida absolutame­nte excepciona­l de suspensión de derechos democrátic­os básicos, durante seis meses sin que la sociedad civil haya puesto el grito en el cielo? ¿Cómo es posible que comunidade­s autónomas y hasta ayuntamien­tos restrinjan libertades fundamenta­les como la de movimiento o apertura de establecim­ientos e impongan confinamie­ntos y restriccio­nes perimetral­es? ¿Cómo es posible que se acepte como la única solución económica que los subsidios estatales se perpetúen, las deudas públicas y privadas se perdonen y los contratos no se cumplan? La sociedad española ha tenido un comportami­ento ejemplar en muchos aspectos en su lucha contra este virus maldito. Pero ha caído en la fácil tentación del dictador benevolent­e, en la solución milagrosa del Estado protector. Y ha habido un Gran Timonel que ha sabido leerlo maravillos­amente y beneficiar­se de esa pulsión humana de sociedades con escasa tradición democrátic­a, ante la pasividad, ignorancia o complicida­d de muchos.

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