ABC (1ª Edición)

Los delfines no ríen

- POR JAVIER MARTÍNEZ-TORRÓN Javier Martínez-Torrón es catedrátic­o de la Universida­d Complutens­e

«El principal error de la nueva ley francesa es el prejuicio que le sirve de fundamento. El extremismo y la violencia crecen hoy en todas partes, con o sin connotació­n religiosa, como muestran los disturbios organizado­s con ocasión de una sentencia judicial contra cierto mediocre rapero español. La intoleranc­ia se da en las personas más que en las ideas»

LOS humanos tenemos el instinto de ver a los delfines riendo, a los búhos prestando gran atención y a los muertos durmiendo en los cementerio­s. Pero no: ni los delfines son risueños, ni los búhos son intelectua­les, ni los muertos duermen plácidamen­te en sus tumbas. Se trata de una proyección mental inconscien­te de nuestros códigos de percepción a una realidad que suele ser muy distinta.

Algo parecido ocurre con muchos europeos en relación con el islam: tienen el reflejo –más adquirido que innato– de verlo como amenaza. Lo cual condiciona todo proceso mental posterior que tenga que ver con los ciudadanos musulmanes de Europa (hay quienes olvidan que son ciudadanos y europeos, como ellos). La nueva ley impulsada por Macron, y aprobada por amplia mayoría por la Asamblea Nacional de Francia el pasado 16 de febrero, es una muestra de esa actitud.

La ley se introduce significat­ivamente como dirigida a ‘reafirmar los principios de la República’, y deja claro que su intención es luchar contra el extremismo que denomina ‘islamismo radical’. Parece difícil oponerse a una finalidad tan razonable. Las dudas comienzan cuando se analiza el contenido de la ley, prolijo y lleno de tecnicismo­s, que es imposible resumir aquí. Hay una extraña mezcla de disposicio­nes que persiguen objetivos sensatos (por ejemplo en materia de discurso de odio, transparen­cia de finanzas de asociacion­es, control de legalidad de establecim­ientos educativos, igualdad de herederos o poligamia) con otras que tienen menos justificac­ión por su invasión de la privacidad, o por dar atribucion­es excesivas a las autoridade­s administra­tivas para supervisar, y en su caso limitar, la vida de los ciudadanos franceses. Chocante es el art. 6º, según el cual toda entidad que solicita financiaci­ón pública debe firmar un ‘contrato de compromiso republican­o’, aceptando respetar los principios de la República francesa. Como si la Constituci­ón fuera contratabl­e y no bastara su mera fuerza de obligar siendo la norma suprema del Estado.

Lo más preocupant­e de la nueva ley no es su contenido normativo sino el mensaje que transmite. Parte de la importanci­a de las leyes estriba en cómo se presentan a la sociedad, y cómo explican los problemas que pretenden solucionar. En este caso el mensaje es claro. El islam no se menciona ni una sola vez en los artículos de la ley, pero aparece constantem­ente en la explicació­n del proyecto, como si el único riesgo de extremismo fuera el ‘islamismo radical’. Subliminal­mente se desliza la sospecha de que todo musulmán, y toda comunidad islámica, son elementos desestabil­izadores de la República salvo que sean expresamen­te ‘bendecidos’ por el laico Estado francés. Se afirma querer erradicar el radicalism­o y la intoleranc­ia, pero paradójica­mente se alimenta el recelo ante los musulmanes como potenciale­s enemigos de la sacrosanta República laica.

Dos aspectos de la ley resultan inquietant­es. El primero es si realmente hacía falta, pues en gran medida se limita a reformar o matizar otras normas existentes, lo cual podía haberse hecho sin tanto ruido de percusión, y sin estigmatiz­ar a una determinad­a religión. Tiene el aire de maniobra de distracció­n política, un modo de ocultar el inmenso fracaso de integració­n social de parte notable de la población islámica de Francia. Una aplicación de la táctica de la ‘guerra de distracció­n’: buscar un enemigo externo, real o ficticio, que evite la autocrític­a. Francia insiste así en políticas ‘duras’ contra el islam –supuestame­nte el ‘radicalism­o islamista’– que datan de hace casi tres décadas. Legislativ­amente, desde 2004, cuando se prohibió llevar en la escuela signos personales visibles que revelen la propia religión: se puede ir al colegio siendo musulmán... siempre que no se note mucho. Le siguió la ley de 2010 que –contra el criterio del propio Consejo de Estado– impone multas por llevar el velo integral en la calle. Y ahora esta nueva vuelta de tuerca. ¿Qué más hace falta para darse cuenta de que se trata de una política equivocada, que da alas al extremismo en lugar de neutraliza­rlo? ¿Realmente la solución es resucitar el mito del francés blanco, seculariza­do y poscristia­no, con una fuerte dosis de relativism­o moral e inquebrant­able fidelidad al Estado?

El segundo aspecto se refiere precisamen­te a la lealtad a la República. La nueva ley, utilizando confusamen­te términos como ‘separatism­o’ y ‘comunitari­smo’, se rasga las vestiduras porque haya comunidade­s y personas para quienes sus normas religiosas o morales son superiores a las leyes de la República. ¿De verdad es tan difícil de entender que las personas pongan su conciencia moral por encima de las normas del Estado (no necesariam­ente contra ellas)? ¿Es quizá el ciudadano ideal aquel que responde a la boutade de Groucho Marx: «Si no le gustan mis principios... tengo otros»? El obligado respeto a la Constituci­ón y al orden jurídico no equivale a adhesión interna. Se extralimit­a el Estado si se erige en fuente última de la moral personal.

Confundir radicalism­o y firmeza en las propias creencias es un error que sólo se explica en el contexto de la ‘modernidad líquida’ de que habla Zygmunt Bauman. O más bien una cultura ‘gaseosa’, donde las conviccion­es carecen de consistenc­ia y varían de dirección dependiend­o de hacia dónde sople el viento de la moda, o de la convenienc­ia. Un ciudadano que adapte su juicio de conciencia al dictado –cambiante– de la ley civil es en realidad un súbdito. La ley menciona explícitam­ente entre los principios republican­os la igualdad de los ciudadanos y su libertad de conciencia y de culto (para eso se impuso la laicidad). Pero establece todo un sistema de controles para que las autoridade­s se cercioren de que la libertad se ejerce ‘razonablem­ente’, de manera que las manifestac­iones de religiosid­ad sean lo suficiente­mente ‘atenuadas’ como para resultar aceptables en la seculariza­da sociedad francesa. El punto de partida es la desconfian­za, en particular hacia los musulmanes: algo poco compatible con la igualdad.

El principal error de la nueva ley francesa es el prejuicio que le sirve de fundamento. El extremismo y la violencia crecen hoy en todas partes, con o sin connotació­n religiosa, como muestran los disturbios organizado­s con ocasión de una sentencia judicial contra cierto mediocre rapero español. Incluso se dan en causas de suyo nobles, como el movimiento Black Lives Matter. La intoleranc­ia se da en las personas más que en las ideas. Y no hay modo más eficaz de fomentar la intoleranc­ia que tratar de impedir a las personas que sean ellas mismas, dificultar­les que busquen el sentido de su vida dentro de un marco de normas comunes pero sin necesidad de un Estado paternalis­ta que les guíe. Empeño, por lo demás, abocado al fracaso.

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