ABC (1ª Edición)

Sábado Santo

Teníamos toda la vida por delante en aquellas Semanas Santas de nuestra infancia

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

EL Sábado Santo es un tiempo de espera, de espera de la Resurrecci­ón de Cristo. Todo se detiene hasta que en la madrugada del día siguiente Jesús de Nazareth abandona el sepulcro. Los crucifijos de las iglesias se cubren con un paño morado, las almas se recogen, las horas se dilatan. Es el único día en el que no hay ceremonias religiosas en los templos porque Nuestro Señor yace en su tumba.

Éste es el recuerdo que yo guardo de las Semanas Santas de comienzo de la década de los 60, cuando era monaguillo en la parroquia de San Nicolás de Bari en Miranda de Ebro. El Viernes Santos al anochecer había unos oficios para conmemorar la muerte del Salvador con la iglesia a oscuras, mientras los sacerdotes rodeaban con cirios encendidos la nave central. Las ceremonias eran en latín.

Todavía resuenan en mi mente las palabras de Pilatos que se pronunciab­an en la lectura del Evangelio de San Juan: «Erat autem scriptum: Iesus Nazarenus, Rex Iudaeorum». Rey de los judíos. Y luego subrayaba el texto sagrado que la inscripció­n estaba también en griego y en hebreo para que todos pudieran entender su sentido.

El Jueves Santo había una procesión por el pueblo que culminaba con un ‘via crucis’ en la parroquia. Tras los rezos pascuales, el párroco nos invitaba a un chocolate con pastas a los monaguillo­s y los coadjutore­s en una sala junto a la sacristía. Todavía asocio aquellos días con el olor a canela.

Como cerraban los bares y los cines, no había televisión en las casas y la vida social quedaba cancelada, sólo nos quedaba pasear por las orillas del río Ebro donde no era infrecuent­e ver a los buitres abatirse sobre alguna oveja muerta e incluso sorprender a algunas grullas para descansar en su viaje hacia el norte.

Han pasado muchos años, pero no he olvidado aquella sensación del lento transcurso de las horas en aquellos días en los que el fervor religioso alternaba con el aburrimien­to. Un tiempo que se detenía, se enroscaba sobre sí mismo y que nos parecía un agujero negro del que era imposible salir.

Decía Bergson que el tiempo es la duración subjetiva de lo que vivimos. Y tenía mucha razón. Superada la barrera de los 65 años, las semanas y los meses pasan de forma vertiginos­a. Somos perfectame­nte consciente­s ya no sólo de la cercanía del final, sino que además cambia la percepción de las cosas. La ilusión es desplazada por la decepción.

Teníamos toda la vida por delante en aquellas Semanas Santas de nuestra infancia. Ahora son fechas vacías de significad­o, en las que la mayoría sólo piensa en huir de las ciudades. Este éxodo, que este año ha sido imposible por el confinamie­nto, bien podría ser una metáfora de unos tiempos volátiles y confusos en los que todavía añoramos aquella gran calma que acababa con el estreno de unos calcetines en el Domingo de Resurrecci­ón.

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