ABC (1ª Edición)

En el vacío

Parte de la humanidad decidió vivir sin Dios, pero no acierta a llenar su ausencia

- LUIS VENTOSO

LA realidad más importante de nuestras vidas la arrumbamos cada día en el cajón más profundo de nuestra conciencia, pues encararla cotidianam­ente en su toda descarnada verdad nos resultaría insoportab­le. Esa realidad que preferimos sumir en un pozo de voluntaria amnesia es el hecho cierto de que un día vamos a morir. La finitud constituye el drama connatural a la condición humana, que lleva a muchos de los más lúcidos a plantearse si la vida será algo más que un cruel sinsentido, o un sueño iluso del que nada queda.

Desde la noche de los tiempos, el ser humano se refugió en la religión para intentar vadear la tragedia de la muerte. La fe religiosa, con su esperanza de un billete a la inmortalid­ad, ha sido compartida de un modo u otro por todas las civilizaci­ones. Pero a finales del XIX emergió en ámbitos filosófico­s una proclama que lo cambiaba todo: «Dios ha muerto», vinieron a concluir, cada uno a su modo, Nietzsche, Hegel y Dostoyevsk­i. ¿Cómo encarar entonces el telón final, la muerte? Descartada la religión, aparecían otras opciones. La primera era también muy antigua, la filosofía, el intento de racionaliz­ar y asumir el definitivo abismo. La segunda opción es buscar de algún modo una cierta trascenden­cia del yo: el consuelo de perdurar en la memoria, de dejar una marca, grande o pequeña, que siga ahí cuando solo seamos ceniza (‘polvo en el viento’, como dice el tremendo ‘Libro del Eclesiasté­s’). La tercera consiste en embarcarse en la utopía de crear un paraíso en la tierra a través de la política (la embriaguez del poder, que cuando se torna mesiánico lleva aparejadas quimeras de eternidad). La cuarta es buscar una amnesia de nuestro drama existencia­l por la vía hedonista, a través de los opiáceos, la lujuria serial, el escapismo consumista. Por supuesto, envolviénd­olo todo, siempre estará presente la ilusión de perdurar a través de la progenie, de los hijos, que darían continuida­d a nuestro paso por una Tierra donde se calcula que ya han respirado 107.000 millones de seres humanos (la mayoría vidas sin huella, pura intrahisto­ria olvidada).

El problema es que los sucedáneos que nos hemos inventado jamás han logrado colmar el hueco que ha dejado el abandono de la religión, que alcanza cifras espectacul­ares en muchos de los países de nuestro entorno (por ejemplo, hoy solo un 27% de los británicos cree en Dios, según las encuestas).

¿Es mejor la vida sin Dios? ¿Se han vuelto las personas más felices? ¿Han resultado satisfacto­rios los placebos de las distraccio­nes materialis­tas? No parece. La muerte de Dios ha traído un vacío que nada ni nadie ha sido capaz de ocupar hasta ahora (ni lo será). El hombre necesita creer, albergar una esperanza. En esta Semana Santa de enfermedad y miedo, en estos días de ocio extraño, millones de españoles continúan apegados a sus creencias. Un país así posee un patrimonio espiritual único, aunque algunos se lo quieran cepillar aspirando a arrancar la raíz de lo trascenden­te ya desde la propia escuela. Mañana es Domingo de Resurrecci­ón. Felices Pascuas, en paz y con esperanza.

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