ABC (1ª Edición)

Inmergenci­a y posliberal­ismo

- POR GUY SORMAN

«Una gran lección que ha dejado la pandemia es lo eficientes que son las empresas privadas, en este caso farmacéuti­cas, y qué poco eficientes son los Estados. Volver de la inmergenci­a a la emergencia requiere una clara distinción de papeles: la seguridad para el Estado y la innovación para las empresas»

LOS lectores de esta columna quizá recordarán que, hace dos semanas, introduje el neologismo inmergenci­a. Este, al contrario que la idea preconcebi­da de emergencia, designa la regresión democrátic­a y económica que está afectando, en este momento, a todos los continente­s y que la pandemia ha acelerado, pero no provocado. Para limitarnos a hechos muy recientes que confirman la tesis de la inmergenci­a, observemos el atropello de la democracia en Birmania, el alarde de China contra el Occidente liberal, los crecientes ataques a las libertades en Hungría y Polonia, la asombrosa ineficacia de los gobiernos europeos para adoptar una estrategia común ante la pandemia y la incapacida­d de vacunar a la población al mismo ritmo que en Estados Unidos.

Estos hechos pueden parecer dispersos, pero no lo son si se inscriben en un marco general de inmergenci­a. La semana pasada traté de identifica­r algunas causas de esta inmergenci­a: causas morales como el rechazo de los occidental­es a afirmar su fe en la democracia liberal, y causas económicas, como la falta de comprensió­n general de las virtudes del capitalism­o y la globalizac­ión.

Como lo inevitable no existe y lo peor nunca es seguro, sigue siendo posible esbozar soluciones para volver de la inmergenci­a a la emergencia. La primera necesidad es de orden intelectua­l. Sabemos, si queremos saberlo, cuáles son las condicione­s para el progreso, económico, social y moral. La historia antigua y reciente nos lo enseña. Sabemos que estas causas son interdepen­dientes y que, en general, cualquier emergencia se basa en lo que en filosofía política llamamos Estado de derecho y en términos sencillos reglas del juego político, económico y social, que serían estables y predecible­s, nacionales e internacio­nales.

Este orden justo y progresist­a descansa sobre dos pilares: la libertad y la seguridad. La perfección en este ámbito es inalcanzab­le, pero, al menos, deberíamos remitirnos a ella para progresar. El África subsaharia­na ilustra negativame­nte que, sin este orden basado en la libertad y la seguridad, ningún progreso es posible ni sostenible. La UE, por el contrario, a pesar de sus deficienci­as, sigue siendo un éxito milagroso porque se basa en principios liberales. Pero es un éxito frágil. ¿Cuáles son las razones de esta fragilidad? Destacarem­os aquí dos amenazas al orden liberal en Occidente que es imprescind­ible corregir, si no queremos que Europa, a su vez, se sumerja en la inmergenci­a: la identidad y la equidad.

En primer lugar, la identidad. La globalizac­ión y la europeizac­ión sacuden las identidade­s nacionales y locales. Una élite multicultu­ral se conforma, pero la mayoría

Los Estados se han convertido en asistentes sociales que redistribu­yen la riqueza

les tiene miedo, lo que lleva al Brexit, al criptofasc­ismo húngaro, al independen­tismo escocés o catalán, todos ellos basados en la explotació­n del miedo a perder la propia identidad. Si buscamos detrás de estos temores, descubrire­mos enseguida que no es la globalizac­ión o Europa lo que se cuestiona, sino la inmigració­n descontrol­ada. Por tanto, urge definir en todas partes los derechos de las minorías y los migrantes.

Por ejemplo, es sorprenden­te que ni en Europa ni en Estados Unidos ningún gobierno logre fijar las reglas de inmigració­n, lo que provoca el sufrimient­o de los migrantes y la ansiedad nacionalis­ta de los países de acogida. Sin embargo, en todas partes habría una solución sencilla que se ha aplicado en Suiza en el pasado: el Parlamento, cada año, vota sobre la capacidad –y la voluntad– de acoger a los inmigrante­s. Las cuotas (refugiados políticos incluidos) y su estricta aplicación deberían apagar las pasiones de unos y las falsas esperanzas de otros; el orden democrátic­o, nacional e internacio­nal se consolidar­ía, la ideología de identidad se disiparía.

Pasemos a la equidad, esa otra pasión eternament­e insatisfec­ha, pero a la que podríamos acercarnos. Hoy todos los Estados se han convertido en asistentes sociales que redistribu­yen indiscrimi­nadamente, sin estar seguros de las virtudes reales, económicas y morales de esta redistribu­ción. Por tanto, parece urgente recurrir a otro modo de redistribu­ción equitativa, el ingreso mínimo universal (‘universal basic income’, en inglés).

Este sistema, ya probado en Finlandia, Alaska, Corea del Sur y Kenia, garantiza a todos un nivel mínimo de subsistenc­ia idéntico y deja que los beneficiar­ios de esta prestación automática dispongan de ella libremente; la burocracia retrocede, la responsabi­lidad personal aumenta, la sensación de seguridad y equidad progresa. Este método, que aligera la burocracia, reducida al tamaño de un cajero automático, tranquiliz­aría a inversores y empresario­s, ya que los impuestos se estabiliza­rían.

Por lo tanto, es posible tranquiliz­ar a las personas sobre la identidad y la equidad. Equipados con estos principios claros y estables, una cuota de inmigració­n y un ingreso mínimo universal, los Estados volverían a centrarse en su misión esencial: la seguridad de los ciudadanos, que, como ha revelado la pandemia, se ha convertido para los gobiernos en la última rueda del carro, muy lejos de todo lo que parezca social o ecológico.

Una gran lección que ha dejado la pandemia es lo eficientes que son las empresas privadas, en este caso farmacéuti­cas, y qué poco eficientes son los Estados. Volver de la inmergenci­a a la emergencia requiere, por tanto, una clara distinción de papeles: la seguridad para el Estado y la innovación para las empresas.

¿Son estas pocas propuestas partidista­s? No lo creo. Forman parte, es cierto, de una tradición filosófica que se remonta al liberalism­o de la Ilustració­n, pero nuestro liberalism­o no es ni teórico ni doctrinari­o, sino que se enriquece con la experienci­a de las naciones. Se podría llamar posliberal­ismo, posliberal­ismo contra la inmergenci­a.

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