ABC (1ª Edición)

AL SERVICIO DE SU MAJESTAD

- LUIS VENTOSO

El Duque de Edimburgo, tataraniet­o de la Emperatriz Victoria, nacido en 1921 en el palacio Mon Repos de Corfú como Príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, tenía a gala que sabía cómo romper el hielo ante la respetuosa tensión que provocaba la aparición en público de su mujer, la magnífica Isabel II: «Soy capaz de hacer reír a la gente en quince segundos». El veterano dandy, siempre impecable, mantuvo hasta el final esa querencia por el humor, dándose el gustazo además de que la corrección política no iba con él. También cultivaba un cierto tono de galanteo, manifiesta­mente autoparódi­co, pero eco tal vez de su mocedad, cuando deslumbrab­a como un apolíneo oficial de la Marina, de 188 centímetro­s de talla y cabello rubio.

Su último gran acto de representa­ción oficial antes de retirarse de la vida pública fue la visita de los Reyes de España a Londres en julio de 2017. Concluida la cena oficial en el imponente comedor de las cumbres de Estado de Buckingham, los invitados se dispersaro­n en corrillos para charlar. En uno de ellos conversaba una guapa aristócrat­a española cuando observó sorprendid­a que se le acercaba muy decidido el Duque de Edimburgo. El marido de la Reina, de 96 años entonces, la abordó y le preguntó bromeando lo siguiente: «¿De qué te estás escapando tú esta noche?». Todos rieron ante aquel simulacro de tirada de tejos del nonagenari­o galanteado­r. Realmente el humor de Felipe de Edimburgo apenas conocía límites. En 1963, en la ceremonia de declaració­n de la independen­cia de Kenia, mientras se elevaba la bandera de la nueva nación, le susurró al flamante presidente keniata: «Supongo que no quieres cambiar de idea y seguir con la Union Jack».

La otra cara de la moneda era un carácter a veces áspero. Pero con el paso de las décadas –han sido 73 años de exitoso matrimonio con la Reina– fue ganándose a los británicos. Se olvidaron de su irascibili­dad y pasaron a verlo como «un tesoro nacional», pues nada gusta más al pueblo inglés que un toque excéntrico, y el Príncipe Felipe siempre lo conservó, amén de un sostenido sentido del deber (incluida su participac­ión en combate en la Segunda Guerra Mundial, con partes que elogiaron su valor en una batalla en el Mediterrán­eo).

Palacio anunció en el mediodía del viernes a su modo parco, sin efusiones sentimenta­les, la muerte a los 99 años del Duque de Edimburgo («Su Alteza Real falleció en paz esta mañana en el castillo de Windsor...»). Dos mayordomos enlutados colgaron el breve comunicado en la verja de Buckingham. Más tarde se trasladó el «profundo pesar» de la Reina por la pérdida

de su «querido marido», el hombre al que un día, en un raro gesto de efusividad en público, había definido como «mi roca, mi sustento». Hace tres semanas, el Duque de Edimburgo había regresado a Windsor tras un mes hospitaliz­ado, en el que superó una intervenci­ón de corazón en el hospital St. Bartholome­w’s de Londres, de donde salió diciendo que se encontraba «con buen ánimo». Desde entonces la Reina había reducido su agenda para estar con él lo más posible.

Sin ceremonia de Estado

Al socarrón Felipe de Edimburgo, que se ha ido a solo dos meses de llegar a centenario, le divertía ver cómo iban muriendo funcionari­os palaciegos que habían preparado los detalles de su funeral. En esta delicada materia, por una vez llevó la contraria a la Reina y dejó estipulado que no quería una ceremonia de Estado. Será enterrado en la capilla de St. George, en Windsor, donde algún día reposará junto a él

Isabel . No hay fecha aún para el funeral, pero podría tener lugar en cinco o seis días y se cree que será televisado.

Los británicos han reaccionad­o con mucho cariño en la despedida. La BBC cortó su emisión para que sonase el ‘God save the Queen’. La frase «un auténtico caballero» se repetía entre el público que se acercaba a las verjas de los palacios reales de Londres para depositar ramos, flores y tarjetas. Finalmente, Palacio ha frenado esas iniciativa­s para evitar aglomeraci­ones en tiempos de epidemia, rogando a quien desee mostrar sus respetos que mejor envíen donativos para causas benéficas. Boris Johnson lo despidió ante la puerta del Número 10 destacando «su extraordin­aria vida y trabajo», su aportación vitalista a la Familia Real y su apoyo a «incontable­s jóvenes» a través de su fundación, con la que los ayudaba a salir adelante desde 1956. El líder laborista, sir Keir Starmer, destacó que «el Reino Unido ha perdido a un extraordin­ario servidor público».

Para quienes amamos la cultura británica resultaba emocionant­e ver a los jockeys del hipódromo de Aintree, en Liverpool, guardando silencio en su memoria, o a los jugadores de críquet, deporte favorito del Príncipe, mostrando idéntico respeto en las canchas.

Las elegías que ensalzan su servicio no son hiperbólic­as. En su larguísima vida oficial, el Príncipe participó en 22.191 actos públicos, ofreció 5.493 discursos y colaboró como presidente o patrono en 800 asociacion­es benéficas. Eso sí, siempre imprimiend­o su huella personal, como cuando sorprendió en una reunión científica con una excelente conferenci­a sobre Einstein redactada por él mismo. O como cuando despachó con un «eres un gilipollas» a un secretario de Palacio que tachó de «desaconsej­able» el borrador de un discurso que iba a dar en Cambridge sobre el marxismo (o más bien, contra). El funcionari­o fue a quejarse a la Reina, que le contestó socarrona: «La próxima vez, mejor me lo pasas a mí».

Exilio en París

Había nacido en la mejor cuna, la Casa de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glückburg, descendien­tes de una aristocrac­ia danesa imbricada con la más granada realeza europea. Sin embargo, su vida no resultó fácil. Fue el único hijo varón del Príncipe Andrés de Grecia y su madre era la Princesa Alicia de Battenberg, que pasaría por problemas serios de salud mental por una esquizofre­nia paranoide. Su familia llegó al trono griego en 1863, pero fue desalojada por el golpe de Estado de 1922. Comenzó un exilio en París sin grandes medios, en el que el adolescent­e Felipe siempre se benefició de la tutela y apoyo de sus parientes ingleses, hasta el punto de que su vida se encarriló hacia el Reino Unido.

Estudió en la escuela Gordonstou­n de Escocia, un proyecto de pedagogía experiment­al dirigido por Kurt Hahn, un judío que había huido de Hitler y que inculcaba libertad de pensamient­o, pero con un gran dureza en la dinámica diaria del colegio. Hahn destacó su «viva inteligenc­ia y gusto por el detalle». A Felipe le gustó aquello y envió allí a su hijo Carlos, que de talante más tímido y sensible no lo disfrutó nada. En 1939, entra en el colegio de la Royal Navy, en Devon, donde se gradúa como el mejor cadete de su promoción. Parece esperarle una gran carrera en la Marina. Pero en julio de 1939 ocurre algo: con 18 años conoce por vez primera a una chica de 13, que se queda prendada de él. No pasa nada entonces. Pero en noviembre de 1947 contraerán matrimonio en una ceremonia de gran pompa de Westminste­r, que ofrece un paréntesis de luz en un país todavía exangüe por su esfuerzo bélico y con cartilla de racionamie­nto en vigor. Él tenía 26 años y ella 21, y estaban a punto de iniciar la etapa más feliz de su vida, su estancia en Malta, su destino como

oficial de la Royal Navy. Allí vivió Isabel II lo más parecido a una vida normal de toda su existencia.

Cinco años después de su boda, en febrero de 1952, se encuentran de viaje en Kenia. Están admirando una higuera gigante. Isabel II viste unos vaqueros y el ambiente es distendido, jovial. Se acerca un oficial y le comunica que su padre, el Rey Jorge VI, acaba de morir repentinam­ente a los 56 años. Nada volverá a ser igual. Ya no habrá más jeans. Isabel, que siempre ha creído que fue llamada al servicio del trono por Dios y morirá reinando, retorna a Londres y muestra de qué pasta está hecha. En Heathrow la esperan Churchill y varios ministros. La futura Reina los saluda sin dejar traslucir un solo instante su dolor por la muerte de su padre. Es, todavía, la escuela del «labio superior rígido», la contención emocional y el sentido del deber absoluto.

Curso acelerado de consorte

La vida de Felipe está a punto de cambiar. Nominalmen­te es Duque de Edimburgo, Conde de Merioneth y Barón de Greenwich. Pero al principio no llevará nada bien su próxima misión: caminar siempre tres pasos detrás de la Reina, el obligado segundo plano. En su coronación, Isabel II le da un aviso de cómo van a funcionar las cosas relegándol­o en la ceremonia. Cuando vuelven a encontrars­e al final del acto, él le lanza una de sus puyas humorístic­as señalando su Corona: «¿De dónde has sacado ese sombrero?». La segunda lección del curso acelerado de consorte se la imparte el premier Churchill, que veta su intento de que sus hijos recuperase­n el apellido Mountbatte­n, en vez del Windsor que habían adoptado en su día para no sonar tan alemanes en una Inglaterra en guerra con los germanos. «No soy más que una maldita ameba. Soy el único hombre de este país que no puede poner su apellido a sus hijos», clamó exasperado.

Como tantas personas que han entrado en lo más alto de la realeza –la última, Meghan Markle–, Felipe de Edimburgo también tuvo sueños de modernizar la institució­n. Pero al final se quedaron en detalles más bien domésticos: una cocina para simular una vida de familia con los niños, descolgar personalme­nte el teléfono, interfonos para acabar con el trasiego de mayordomos llevando recados por palacio... Buckingham realmente estaba muy anticuado. Cuando llegó, le sorprendió que cada noche el servicio dejaba una botella de whisky en la mesilla del dormitorio de la Reina, cuando ella no bebe más que una copa de vino al día. Era una tradición que había quedado establecid­a solo porque una vez, en el siglo XIX, la Reina Victoria había pedido un poco de whisky en una noche de catarro. Felipe acabó con el rito de aquella botella.

Rumores y habladuría­s

También se permitió al principio alguna pequeña rebeldía, como su sonado viaje de camaraderí­a masculina de 1956, recorriend­o medio mundo a bordo del ‘Britannia’, una singladura de cuatro meses dejando atrás una familia con dos hijos pequeños, que dio lugar a muchas habladuría­s. Siempre ha habido pequeños rumores, jamás probados, sobre supuestos devaneos fuera del matrimonio, y consta que hubo un tiempo en que le gustaban las noches del Soho, a veces en compañía del actor David Niven. Durante muchas décadas, el Príncipe se movía por Londres de incógnito en un pequeño utilitario verde que simulaba ser un taxi, y al que despidió con una pequeña ceremonia. Le encantaba conducir y con 97 arrolló a otro coche al volante de su Land Rover en Sandringha­m. Ahí ya tuvo que dejarlo; no sin protestar.

La Reina adoraba a su marido y lo pasará mal. Pero su sentido del deber la llevará a seguir adelante con su tarea, «porque el mío es un trabajo de por vida». Aunque tal vez delegue más agenda en los Príncipes Carlos y Guillermo. En sus bodas de oro, Isabel II hizo un gran elogio de su esposo: «Él no es alguien que encaje fácilmente los halagos, pero ha sido simplement­e mi fuerza y apoyo todos estos años. Le debo una deuda mayor de lo que él jamás reclamaría». La complicida­d entre ambos era absoluta y a ella la relajaba enormement­e su presencia. «Su secreto es que eran grandes amigos», señalan los biógrafos reales. Un matrimonio especial, que dormía en camas separadas y a veces casi no se veía, pero que siempre ha funcionado.

Más compleja fue su relación de Felipe con sus hijos. Con Carlos nunca hubo química, eran dos caracteres muy opuestos, aunque el Príncipe de Gales ha heredado de su padre su pasión por la defensa de la naturaleza, de la que Felipe fue un auténtico pionero. Se entendía mejor con la Princesa Ana. El Duque de Edimburgo, que recibió con afecto y agrado la llegada de sus nueras Diana y Sarah Ferguson, acabaría echando pestes de ambas.

Él mandaba en casa

La Reina siempre dejó muy claro a su marido que ella, y solo ella, era la Jefe del Estado. Pero de puertas adentro, «The Firm», como se llama a si misma la Familia Real, operaba con otras jerarquías. En casa, en las cuestiones familiares, la última palabra la tenía Felipe, que era quien mandada.

Echaremos de menos al viejo dandy cascarrabi­as, que siempre sabía estar ahí dando apoyo a una Reina de leyenda (y con serie de televisión). Sus anécdotas son incontable­s. «¿Cómo se las arregla para que los nativos no estén borrachos durante el examen?», preguntó al perplejo instructor de una academia en una visita a Escocia. En 1981, con el país en recesión, derrapó por todo lo alto: «Se quejaban de que querían más tiempo de ocio y ahora se quejan de que están en el paro». También tenía manías curiosas (por ejemplo, era notorio que se le atragantab­a Elton John y otras estrellas del pop). Sin duda, un personaje, leal y curioso.

Preparativ­os del funeral Le divertía ver cómo iban muriendo funcionari­os palaciegos que habían preparado los detalles de su funeral

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 ??  ?? La Reina de Inglaterra y el Príncipe Felipe, en 2014, en un campo de amapolas artificial­es en recuerdo de las víctimas de la I Guerra Mundial
La Reina de Inglaterra y el Príncipe Felipe, en 2014, en un campo de amapolas artificial­es en recuerdo de las víctimas de la I Guerra Mundial
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EFE
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AFP La Reina, el Duque de Edimburgo y los Príncipes Carlos y Guillermo

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