ABC (1ª Edición)

República para qué

La monarquía democrátic­a ha hecho efectivos los ideales republican­os. Su rechazo sólo persigue la ruptura del Estado

- IGNACIO CAMACHO

Alos actuales republican­os españoles les cuesta digerir la evidencia paradójica de que los ideales de la II República no se cumplieron hasta la consolidac­ión de la monarquía de Juan Carlos I. Las libertades públicas, la paz civil, la universali­zación de la sanidad y de la educación, la cohesión social, la modernizac­ión estructura­l y cultural y la participac­ión política efectiva sólo fueron posibles a partir de una restauraci­ón democrátic­a que, bajo el impulso de la Corona, cerró las heridas de la guerra y la dictadura en una reconcilia­ción nacional culminada con la amnistía general y el regreso de los exiliados. La izquierda, ahora arrepentid­a en parte de su mayor acierto, supo entender que el proyecto constituci­onal del 78 encarnaba los valores malogrados en la tragedia del 36 –en realidad desde antes– y que ese éxito daba por superado el debate sobre la legitimida­d del régimen de nueva planta erigido tras la muerte de Franco.

A estas alturas las causas intrínseca­s del fracaso de la República, admitidas por sus propios ‘factótums’ desde Ortega a Azaña, están de sobra aclaradas en su abundante historiogr­afía; fueron el sectarismo, el radicalism­o, el ímpetu revolucion­ario, el clima de conflictiv­idad y la falta de tolerancia mutua los factores que corrompier­on por dentro el sueño reformista. Justos los que supo eludir la nueva monarquía. La sublimació­n retrospect­iva de esa experienci­a fallida, reforzada por el uso sesgado de la ‘memoria histórica’ como arma arrojadiza, carece de rigor intelectua­l y responde casi exclusivam­ente a un designio rupturista. Con la peligrosa anuencia del PSOE, el separatism­o y el tardocomun­ismo pretenden crear un marco de falsa nostalgia en el que enraizar la idea de un proceso destituyen­te que simbolizan en un cambio del modelo y la cúpula de Estado. A falta de mejores motivos capaces de reunir consenso ciudadano, el republican­ismo contemporá­neo cifra sus expectativ­as en los escándalos que han provocado el desgaste ético de la figura de Don Juan Carlos. Pero no es el Emérito el objetivo real de esa estrategia de rechazo, sino el sistema de convivenci­a plural que constituye el núcleo de su legado.

A los 90 años de la caída de Alfonso XIII, sólo una ínfima minoría de españoles –el 0,5 % exactament­e– considera que la Corona es un problema relevante entre las preocupaci­ones que inquietan a la España moderna. La amenaza para la estabilida­d institucio­nal está más bien en el reciente intento de cuestionar los acuerdos fundaciona­les de la democracia y resucitar el ambiente de enfrentami­ento. Ahí reside el verdadero riesgo, en la fractura cívica y en la corriente ideológica que bajo el mantra del progreso persigue la impugnació­n de las reglas de juego. Los demonios de la discordia y la revancha llevaban mucho tiempo en los armarios de la Historia y cuesta menos esfuerzo liberarlos que volverlos a meter dentro.

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