La II República, loas a un fiasco
Imposible construir democracias negándole el derecho a existir al adversario
NOVENTA aniversario de la proclamación de la II República, cuando se soñó con poner al día el reloj de España y arribar a una democracia moderna. Huelga decirlo: salió fatal.
Sánchez idealiza la República desde la tribuna del Congreso. La sitúa como «uno de los tres hitos que han convertido a España en un gran país, junto a la Constitución de 1978 y la adhesión a Europa». Esa exaltación hiperbólica de la República es falsaria. Una vez más, el PSOE reivindica como un éxito una experiencia política que por desgracia resultó un dramático fracaso, cebado por la deslealtad de izquierda y derecha hacia las leyes de la propia República. No se pueden construir democracias sin demócratas, y ese fue el pecado original del régimen nacido en abril de 1931. Imposible sostener modelos parlamentarios sanos y solventes y un sistema de libertades y derechos con partidos que niegan a sus adversarios el propio derecho a existir. «No temáis que os llamen sectarios. Yo lo soy. Tengo la soberbia de ser ardientemente sectario», proclamaba el que hoy ensalzan como san Azaña. Ese celo doctrinario, que acabaría esgrimiendo una atroz faz violenta, acabó dinamitando la República. Ahí sí late una gran lección para el tiempo presente: frente al ejemplo de entendimiento y tolerancia de la Transición, hoy estamos recuperando los peores tics sectarios de aquellos años treinta (incluso teníamos en el Gobierno hasta anteayer a un cantamañanas con tarjeta de vicepresidente proclamando que «la derecha jamás volverá a gobernar», lo que equivale a liquidar la alternancia democrática).
La República, recibida con ilusión en las ciudades, encadenó errores. Su deriva desencantó pronto a muchos de sus patrocinares, incluido uno de los españoles más lúcidos: el filósofo Ortega. En 1931 se rubricó una Constitución diseñada para un perpetuo gobierno de la izquierda y arrancó una cascada de reformas sin detenerse a pensar si el país realmente las quería, o si estaba preparado para su imposición abrupta (las medidas anticlericales, por ejemplo, iban totalmente a contrapelo del sentir de un pueblo católico). Las elecciones de 1933, cuando gana la derecha, muestran –como ahora– que a la izquierda se le atraganta la alternancia y comienza a maniobrar contra la propia legalidad republicana (ahí está el inefable PSOE animando la Revolución de Asturias del 34). Alcalá-Zamora fracasa en su intento de «centrar la República». Entre 1932 y 1934 hubo cuatro insurrecciones revolucionarias de izquierdas; y la derecha también intrigaba. Se persigue la libertad de prensa (intervenciones en ABC y ‘El Debate’). El orden público se deteriora. Se paga además la resaca del Crack del 29 y un contexto europeo de choque de ideologías totalitarias (del que España acabará siendo sangrienta probeta bélica).
Decepcionante que el actual presidente reivindique aquel fiasco mientras ha forzado una suerte de pena de destierro sin juicio de Juan Carlos I, cuyo reinado de estabilidad, concordia y enorme modernización sí ha sido de verdad «un hito» en la historia de España.