El sueño de la República
Los afectos son irrevocables, pero la política que se construye con afectos lleva sólo al homicidio
DE repente, era 14 de abril. Noventa años más tarde. Lo había olvidado. El tiempo congelado de la pandemia, ese tiempo que no pasa y que anticipa la inmovilidad de la muerte, tiene eso: ni aun las reliquias conmemorativas que en mayor medida componen nuestros santorales íntimos sobreviven a ese hielo. Y el tiempo se nos ha trocado en una hoja en blanco.
Desde ese horizonte helado, en el cual la memoria no significa ya nada, podemos asomarnos a nosotros mismos como quien habla de otra cosa: de un mundo que anticipa el que no será ya nunca el nuestro. La pandemia habrá servido, al menos, para quebrar nuestra arrogancia: el frágil mundo de los hombres es apenas una tilde en las cataclismáticas composiciones y recomposiciones de la naturaleza. Pocas veces habrán percibido los humanos con tanta intensidad la hondura de los versos de Leopardi: «en nada la Naturaleza tiene/ en mayor estima o cuidado a la semilla del hombre/ que a la de la hormiga».
La memoria es mitológica. Siempre. En su relato construimos no lo que fue, sino la leyenda de lo que hubiéramos querido nosotros ser en su armónica ficción: porque aun el dolor es, en el íntimo homenaje del recuerdo, armonía y sentido; consuelo, al fin, sin el cual lo vivido por los hombres se haría insoportable. Y, cuando esa memoria remite a un tiempo en cuyo presente no hemos siquiera existido, entonces el consuelo linda en el autoengaño. Y sus fantasmas son casi siempre irreparables.
Mi vida arrastra, como una sombra, la melancolía de algo que pereció once años antes de que yo naciese. Y ese algo, que resuena en el nombre de la Segunda República, no tiene la pétrea textura de nada que se ajuste a lo real. Segunda República es la red de imágenes, símbolos, fantasmas, ilusiones y, ¿por qué no?, delirios que se anudan en esta red caótica de afectos y pasiones a la cual llamo ‘yo’. Aunque yo sepa muy bien que no hay yo que trascienda al juego de los relatos en los cuales se inventa a sí mismo, al inventar un mundo confortado en cuadrículas de sentido. Esa amalgama de afectos y pasiones se anudó en mí mucho antes de que yo supiera lo que ser yo significa; que es, al cabo, bastante poca cosa.
Hoy sé, porque tengo edad y biblioteca para saberlo, el cruce de catástrofes que se nucleó en esas dos palabras: Segunda República. Y sé la lógica blindada que llevó de ella a una guerra civil cuyo precio no parece que sepamos acabar de pagar nunca. Y, cuando veo asaltar mítines electorales a ladrillazos, un malestar insoportable me encoge el alma: retornamos al fantasma, nada aprendimos de él; ni siquiera sabemos que los afectos, sí, son irrevocables, pero que la política que se construye con afectos lleva sólo al homicidio.
Dice Spinoza que es locura humana fantasear que lo que no fue pudo haber sido. Todo es irrevocable. Pero la melancolía persevera.