ABC (1ª Edición)

Rin Tin Tin

Todavía resuenan en nuestra mente los ecos de un pasado que, como en los versos de Eliot, permanecen graves e invisibles

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

HA muerto Lee Aaker, un nombre que a mí tampoco me resultaba familiar pese a que había sido el protagonis­ta de la serie televisiva ‘Las aventuras de Rin Tin Tin’. Tenía 77 años y al parecer ha fallecido en la indigencia.

La serie se emitió por TVE a comienzos de los años 60 y es la primera que yo recuerdo. El protagonis­ta era un niño de Fort Apache, llamado Rusty, que vestía el uniforme de la caballería. Tenía un perro llamado Rin Tin Tin, un pastor alemán que protegía a los buenos y atacaba a los malos.

A las siete de la tarde, TVE empezaba su programaci­ón con la carta de ajuste. A las siete y media, emitía el programa de Rin Tin Tin, cuyos capítulos duraban media hora y estaban doblados con un castellano americaniz­ado que resultaba muy extraño. Yo tenía seis o siete años.

También se emitía a la misma hora ‘El llanero solitario’, un justiciero con antifaz que montaba un caballo llamado Plata. Creo que leí el obituario del actor hace mucho tiempo. Por las noches, mis padres me permitían ver ‘Bonanza’ y ‘Perry Mason’, las dos series más famosas de esos años.

Todo aquello ya es historia, pura nostalgia de la infancia, una época en la que el nuevo medio, muy poco implantado en España, tenía un carácter mágico. Cuando había una disputa sobre la certidumbr­e de algo, quedaba zanjada con este argumento irrebatibl­e: ‘Lo he visto en la televisión’.

La gente se agolpaba en los escaparate­s de las tiendas de electrodom­ésticos para ver los partidos. Los hogares que disponían de los caros y raros aparatos se llenaban de vecinos y amigos para no perderse las corridas de toros y los combates de boxeo.

Mi abuela, nacida en Briviesca en 1889, hablaba con naturalida­d con el hombre del tiempo del telediario. No se le pasaba por la cabeza que no pudiera escucharle. Me contaba que había visto el primer avión sobrevolar su pueblo en 1912, algo que le había parecido una brujería.

Aquella televisión era el espejo de una España provincian­a, católica y puritana en la que las viejas vestían de luto, las mujeres llevaban pañuelo y los hombres fumaban Celtas y bebían coñac nacional. Salvo el anís y Di Stéfano, no había otra cosa.

No digo que aquella época fuera mejor que ésta. No había libertad y sobraba adoctrinam­iento. Pero, tal vez por las muchas penurias, existía una ilusión por vivir y una capacidad de disfrutar de las cosas pequeñas que se ha perdido. La gente se reía. Eso es lo que más echo en falta.

Creíamos en un mundo de buenos y malos en el que Rin Tin Tin y la caballería siempre aparecían para hacer justicia. Habitábamo­s el seguro territorio de la infancia en el que cada hora era eterna y cada verano, interminab­le. Todavía resuenan en nuestra mente los ecos de un pasado que, como en los versos de Eliot, permanecen graves e invisibles, escondidos en la rosaleda del tiempo.

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