PELEA EN EL BARRO
Como al inicio «El episodio de la Ser nos retrotrae al guion del inicio de la precampaña»
Vox tiene razón y no la tiene. A ver cómo diablos puedo defender esta tesis sin caer en el innoble deporte de la equidistancia, que tanto deploro. Lo que hizo Rocío Monasterio en la Ser es un calco de lo que hizo Podemos tras el mitin de Vallecas. La violencia no está bien –dijeron entonces los podemitas–, pero la ultraderecha ha provocado el enfrentamiento con premeditación. El viernes, Monasterio volvió por pasiva la argumentación comunista. La violencia no está bien –repitió ella–, pero vete tú a saber si lo de las amenazas epistolares a Marlaska, Gámez e Iglesias no es un cuento chino inventado por un Gobierno mentiroso. En uno y otro caso, Vox y Podemos trataron de salvar la cara haciendo una descalificación genérica de la violencia, pero se negaron a condenar la agresión específica sufrida por su adversario.
Los adversativos no están mal. El matiz suele ser sinónimo de inteligencia. Pero hay veces que los carga el diablo. La violencia prefabricada por la víctima para fingir una agresión inexistente no es violencia. Es embuste. Falsificación. Una especie de combate de camisetas mojadas en medio del barrizal para solaz exclusivo de los fans que se excitan viendo el espectáculo. El episodio de la Ser nos retrotrae al guion del inicio de la precampaña. El caudillo podemita entró en liza asegurando que quería pararle los pies a la extrema derecha. Se vendió a sí mismo como un remedo del ‘no pasarán’ que acuñaron los comunistas durante la Guerra Civil. Muy pronto se vio que los electores de la izquierda respondieron a esa retórica con un enorme bostezo de hastío. Iglesias no vendió un colín. Después de su pequeña zancada inicial, que alejó a Podemos de la fatídica frontera del 5%, la cotización electoral del exvicepresidente del Gobierno empezó a desinflarse como un suflé y se estancó en un raquítico 7%. El espantajo del miedo era un arma de fogueo, ruidosa pero inofensiva. No solo no era útil, era contraproducente. Iglesias parecía un ilusionista sin conejos en la chistera. Su numerito de siempre –que vienen los fachas a comerse crudos a los demócratas, pasen y vean– aburría al personal hasta límites narcóticos. Y mientras tanto quien pagaba los platos rotos era Gabilondo. Su compañero de viaje espantaba a la clientela. El PSOE, esclavizado a una coyunda ‘frankenstiniana’ que apestaba a fracaso, empezó a caer en los sondeos y no tuvo más remedio que empezar a gritar enfervorecido: ¡con este Iglesias, no! ¡con este Iglesias, ni a la vuelta de la esquina! Pero el respetable no se lo tragó y la tendencia declinante de socialistas y comunistas se consolidó, con rara unanimidad, en todos los pronósticos.
A Vox, en el flanco opuesto, le pasaba algo parecido. El 40% de los electores que apostaron en Madrid por Abascal en las elecciones generales estaban decididos a apoyar al PP el
4 de mayo. La radicalidad dialéctica de Monasterio no era más eficaz que la propuesta firme, pero no extremosa, de Díaz Ayuso. Todo parecía indicar que esa lucha a garrotazos entre los dos polos de la esfera política española que había caracterizado el arranque de la campaña iba a decaer por una simple cuestión de ineficacia. Incluso llegamos a creer, la semana pasada, que ambas soflamas estaban derivando poco a poco hacia un cauce de relativa moderación discursiva. Solo fue un espejismo. Tal vez porque por esa vía tampoco mejoraban sus expectativas de voto –fuese el debate de Telemadrid y no hubo nada–, ahora han decidido regresar a la partitura inicial de la percusión atronadora. Y eso solo demuestra dos cosas: que ni la extrema izquierda ni la derecha extrema tienen argumentarios de repuesto y que el disfraz con el que han vendido hasta ahora la lucha contra lo políticamente correcto ya no engaña a casi nadie. Lo políticamente incorrecto, se pongan como se pongan, es convertir la vida política en una trifulca de paletadas de mierda con la excusa de que ese noble deporte de acarrear boñigas es cosa de valientes. Un cuerno. Pincho de tortilla y caña a que por decir esto me cae la mundial. Lo asumo. Son gajes del oficio.