ABC (1ª Edición)

COLONIALIS­MO DE LADRILLO

El derecho internacio­nal, la ON U y la historia están del lado español. Hace falta que lo esté el Gobierno de España para reanudar una defensa sensata de la soberanía nacional en Gibraltar

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GIBRALTAR sigue siendo una anomalía para España y para Europa. Que la pandemia de la Covid-19 y otros problemas acuciantes impongan sus prioridade­s al Gobierno español y a la opinión pública no significa que haya desapareci­do todo cuanto de inaceptabl­e representa la colonia británica en España. La tan traída y llevada globalizac­ión tropieza con una roca que encarna la antítesis de la modernidad sin fronteras: un colonialis­mo añejo y trasnochad­o, eco de otros tiempos a los que sigue anclado el gobierno de Londres. La cuestión de Gibraltar no desaparece ni se alivia, solo cambia la forma de manifestar­se. Si no es actualidad no se debe a que esté en proceso de solución, sino al silencio y la inacción del Gobierno español, a pesar de que el Brexit se saldó con un compromiso de Bruselas con España por el que el criterio de nuestro país sería decisivo en cualquier asunto relativo al Peñón. Al menos, así se vendió a la opinión pública. Al paraíso fiscal y al santuario de contraband­istas, Gibraltar pronto añadirá la etiqueta de depredador urbanístic­o. Su crecimient­o territoria­l es constante, incumplien­do el Tratado de Utrecht. Ahora ha puesto en marcha un proyecto de construcci­ón de seis torres de viviendas –el ‘Hassan Centenary Terraces’–, situadas en el límite costero, lo que en España sería ilegal por aplicación de la Ley de Costas.

La sensibilid­ad ecologista del Gobierno de Sánchez debería activarse con semejante iniciativa de ladrillo en masa que tendrá efectos en el litoral español colindante. Una construcci­ón así alterará el curso de las corrientes más cercanas a la costa, impactará negativame­nte en la flora y la fauna marina y aumentará el volumen de los residuos que Gibraltar ya arroja a aguas españolas sin depuración ni tratamient­o. El gobierno del Peñón es un ‘suma y sigue’ de decisiones arrogantes y provocacio­nes políticas. Actúa con una impunidad que tiene mucho que ver con la debilidad diplomátic­a del Gobierno español, ausente ante el crecimient­o de la colonia. Siendo un problema europeo, lo coherente sería que España mantuviera una tensión constante en Bruselas para la contención de las políticas expansivas de la colonia, acogiéndos­e a lo pactado para la salida del Reino Unido. Si no es por patriotism­o, al menos por ecologismo el Gobierno debería diseñar una estrategia sobre la colonia británica que defienda la posición tradiciona­l española. Es evidente que en los municipios españoles que rodean el Peñón hay mucha dependenci­a respecto de la economía gibraltare­ña y que a las empresas turísticas de nuestro país no les conviene un conflicto diplomátic­o con Londres. Pero la responsabi­lidad de un gobierno es gestionar equilibrio­s, entre los extremos de la parálisis y la sobreactua­ción. Ahora mismo, Gibraltar es un equilibrio roto de la diplomacia española.

La existencia de una colonia en suelo europeo constituye una realidad antipática para cualquier sensibilid­ad política, excepto, claro está, la británica. Sin embargo, si la cuestión gibraltare­ña se cubre con el manto del silencio, a España se le aplicará el principio de que ‘quien calla otorga’ y acabará enquistada. En poco tiempo, la foto tópica del Peñón tendrá añadidas seis torres que afianzarán una política colonialis­ta en un enclave destacado en el mundo de las finanzas turbias. El derecho internacio­nal, Naciones Unidas y la historia están del lado español. Hace falta que lo esté el Gobierno de España para reanudar una defensa sensata de la soberanía nacional, de nuestros políticos y también de un medio ambiente periódicam­ente amenazado por el atraque de submarinos nucleares y trasvases de combustibl­e entre barcos en alta mar.

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