ABC (1ª Edición)

No sólo analfabeta

Entre el proyecto de Rosenberg y el de la señora Montero (Montera o Montere) no hay más que un triste desnivel académico

- GABRIEL ALBIAC

HABLA una ministra. Podríamos decir, en rigor, que habla una analfabeta: sin ánimo valorativo; denotativo sólo. Habla de su ignorancia acerca de lo que sea una lengua. Pero ignorar la lengua es abolir la inteligenc­ia. Habla alguien con potestad para dictar leyes. Emite, al menos, sonidos que se pretenden lengua: «las hijas, los hijos y les hijes», dice. No es humorada ni desliz fonético. Sigue: «los niños, las niñas y les niñes». Persevera y firma: «las alumnas, los alumnos y les alumnes».

Sólo dos cosas me trae al ánimo. La primera, una de esas carcajadas que el espectácul­o de la repujada majadería sabe siempre arrancarno­s. La segunda…, la segunda deja poco espacio a la risa. Se llama Victor Klemperer y vale la pena recordar su historia, hecha de drama e inteligenc­ia. Y su magistral libro, cuyo título hace befa de las retóricas nazis: ‘Lingua Tertii Imperii’ (LTI), o sea ‘La lengua del Tercer Reich’. Su historia es la de tantos profesores expulsados de sus cátedras en Alemania por ser judíos. Con prohibició­n, además, aun de pisar las biblioteca­s. A diferencia de su hermano Otto, ilustre director de orquesta que en 1933 logró huir a los Estados Unidos, Victor quedó atrapado en la ratonera nazi. Expulsado de la Universida­d, rehuido por todos sus colegas académicos, malviviend­o bajo la continua amenaza de ser asesinado, acometió el proyecto que sólo un filólogo de su envergadur­a podía llevar a puerto: analizar la construcci­ón de la ‘neolengua’ que, en Alemania, asentaba los cimientos más duros de la dictadura hitleriana, los que la hacían inexpugnab­le más allá de la afiliación o no al partido; como aquellos antiguos amigos, «ninguno de los cuales era nazi, pero todos los cuales estaban intoxicado­s». Porque distorsion­ar una lengua es corromper la mente del que habla a la medida exacta de los intereses del que la regula: eso es, con exactitud, el lenguaje totalitari­o. Entre el proyecto de Rosenberg y el de la señora Montero (Montera o Montere) no hay más que un triste desnivel académico.

¿Qué es la lengua? No una herramient­a, de la cual podamos hacer el uso que hace el carpintero de su lima o de su bisturí el cirujano. La lengua no es algo que usemos. Es algo que nos usa a nosotros. Porque, hasta que nuestras mentes están lingüístic­amente configurad­as, nada somos: nada anímicamen­te coherente. Somos la lengua que nos habla y que, en su hablar, acarrea todos nuestros atributos, todos nuestros afectos y pasiones, todo lo que llamamos evidencias, esto es, creencias que el fluir de la lengua cristaliza en obviedades. Son los humanos hijos de su lengua. No a la inversa. Y en la lengua está trenzado el tejido de certezas que delinea la torrentera de nuestro destino.

Por eso dictar el orden de una lengua es dictar sus órdenes blindadas: dictar las subjetivid­ades que la lengua disciplina. Es la forma menos violenta, la más eficaz por tanto, de dictadura. No, la ministra no es sólo analfabeta.

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