ABC (1ª Edición)

Donde las papas queman

Está de moda denostar el periodismo. Pero aún hay gente que se juega la vida, y la pierde, por este oficio

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ESTÁ de moda señalar a periodista­s por ejercer su profesión con más independen­cia –que no es lo mismo que neutralida­d– de la que les gustaría a algunos demagogos de andar por casa. En realidad se trata de un método bastante ramplón de procurarse fama, sobre todo en campaña, sin tener que abonar la correspond­iente tarifa publicitar­ia. Al señalamien­to sigue el linchamien­to virtual, ejecutado por individuos que tampoco pagan y suelen además quejarse de que los medios escritos hayan decidido cobrar por sus contenidos tras regalarlos durante años en uno de los grandes errores del sector en lo que va de siglo. Error que ha devaluado el trabajo en un doble sentido: el estrictame­nte económico y el reputacion­al, ya que el público tiende a minusvalor­ar lo gratuito. La otra gran equivocaci­ón corporativ­a ha consistido en aceptar un juego de doble filo: la frecuente conversión del género de opinión –ay, las tertulias– en un espectácul­o de debate político que se desliza demasiadas veces hacia un correlato casi lineal de la dialéctica de partidos. Ciertos líderes ebrios de sectarismo pretenden pescar en ese río, donde se bañaron ellos mismos, situando a presentado­res y comentaris­tas en su línea de tiro.

En general esos denuestos y amenazas rebotan sobre la piel chapada de un oficio al que no se viene a hacer amigos. Los dirigentes propenden a olvidar que ellos pasan, caen en desgracia, pierden elecciones, y nosotros seguimos. El peligro real está en otro sitio y lo corren tipos realmente duros que no firman columnas ni aparecen en los platós televisivo­s. Se llaman reporteros y a menudo se juegan el pellejo en lugares donde el ser humano o la naturaleza enseñan su lado más siniestro y donde se percibe el verdadero alcance de la palabra miedo. Catástrofe­s, migracione­s, revolucion­es, guerras; esa clase de dramas que nos hemos acostumbra­do a contemplar con indiferenc­ia en los informativ­os de sobremesa. Escenarios y circunstan­cias donde la vida no vale nada y donde el carné de prensa hace mucho que dejó de proteger de las balas.

Si a los demás no nos quieren tener respeto, podemos sobrelleva­rlo. Pero esa gente sí se lo ha ganado aunque sus nombres no brillen bajo los focos del estrellato. Son la estirpe de Capa, de Kapuscinsk­y, de Fallaci, de Meneses, de Quadra Salcedo, de Leguineche. La piel del tambor, que diría Reverte, cuyo redoble recuerda a nuestra confortabl­e conciencia burguesa la existencia de un mundo zarandeado por la tragedia. La voz y la mirada que cuentan el relato del dolor, la desgracia o el conflicto a una sociedad ensimismad­a en sus problemas frívolos. David Beriain y Roberto Fraile, asesinados en Burkina Faso –búsquenlo en el mapa–, eran parte de ese spengleria­no pelotón de voluntario­s que defiende la civilizaci­ón cámara en mano donde las papas queman: en la última frontera de los bárbaros. Y aún dicen que el pescado es caro.

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