Beriain, una historia de fe
Nunca conocí a un periodista con una vocación tan fuerte como la de David
EN los periódicos locales la sección de Internacional dista de ser la estrella. Intentan elaborarla con corrección, pero no es su desvelo. En 2003 se incorporó al pequeño equipo de Inter de ‘La Voz de Galicia’ un chaval navarro, rubio, de ojos pequeños muy azules, ceño fruncido y sonrisa fácil. Tenía unos 25 años y era un entusiasta. Desde el día en que entró por la puerta anunció que él iba a ser «reportero de guerra», proclama recibida con zumbona ironía gallega por parte de los veteranos. Poco después estalló la segunda guerra de Irak y el chaval navarro, que se llamaba David Beriain, inició una campaña para que el periódico lo mandase allí, una propuesta casi esotérica para un diario local, más atento al mejillón de Arousa, los biorritmos del editor o los fregados de los ‘conselleiros’ que a los grandes dramas geoglobales. Pero David era la persistencia encarnada. No había jefe o jefecillo de la redacción al que no abordase –o más bien acorralase– con su propuesta de irse a la guerra. Huelga decir que lo consiguió. ¡Y de qué modo! En lugar de entrar en Irak empotrado con las tropas americanas, como todos los reporteros occidentales, Beriain decidió hacerlo por el norte de la mano de los peshmergas, los guerrilleros kurdos. Más cachondeo: «¿Qué, David? ¿Llaman o no llaman esos ‘pexmergos’?», le vacilábamos. Pero Beriain, todo voluntad, autoanimándose con su legendario y navarrísimo ‘¡caguensós!’, acabó entrando por el norte, claro que sí: en los bajos de un camión de contrabandistas, y caminando después por las altas nieves. Había nacido una futura estrella de los documentales televisivos, uno de los pocos periodistas españoles que convirtieron su apellido en marca (y de calidad).
Beriain pisó todos los campos de minas (guerrilleros, traficantes de armas, mafiosos, narcos de Sinaloa, talibanes, sicarios...). Hasta la partida final, la terrible noticia de su asesinato en Burkina Faso junto al cámara Roberto Fraile. «Me preguntan si no pasamos miedo. Por supuesto que sí. Yo me cago, soy bastante cobarde y creo que está bien», comentaba. Aquí, David, voy a atreverme a llevarte la contraria: eras el periodista más valiente con que me he topado. Seguro que allá, en el cielo de los buenos, reunido con tu querida abuela Juanita, la maga de las lentejas, soltarás una de tus risas contagiosas si me fumo la corrección política y digo la verdad: los tenías como el caballo de Espartero.
Pero Beriain no era un exhibicionista de su yo, ni un suicida enganchado a la adrenalina del riesgo. Tampoco era un diletante instalado en el esnobismo chupi, o en el paradigma ‘divertido no divertido’ que hoy es seña de tantos ‘jóvenes’ valores del periodismo español. En su aventura había una búsqueda profunda, un aliciente sapiencial: «Estoy en un viaje antiguo para tratar de entender qué narices significa esto de ser un humano». En esa exploración se ha dejado la vida. Mi concepción del periodismo es poco heroica, mi vocación es contenida y mi gusto por la acción es nulo. Por eso me admiraba tanto David: fue un periodista. No he conocido otra vocación tan nítida.