Voto de emergencia
En alguna muy rara ocasión he votado. Lo haré hoy. Votaré bajo la constricción de la legítima defensa
« NI miedo ni esperanza»: a eso llaman los clásicos, libertad. Yo lo releo en Cicerón cuando llegan días, como éste, en que uno debe aparcar sus más gratas rutinas: las estéticas. Aun a sabiendas de que el gesto estético es el único consuelo serio en esta vida; y que lo que llamamos ética no es, en rigor, otra cosa que su eficacia en el hosco mundo de nuestros encuentros y desencuentros con los demás: ética es el momento compartido –conflictivo, pues– de la estética humana.
Otros habrán fijado en distintos envites sus apuestas. La mía jugó –no siempre con éxito– a rechazar los sórdidos mercadeos de la política. Me impuse esa disciplina hace mucho, cuando del tiempo de la aventura fue aventada hasta la ceniza: jamás participaría en sus andrajosas liturgias. Me plegué a lo inevitable: leyes, impuestos, privilegios y corrupciones de la casta política... En todo lo demás, busqué recónditos desiertos (la biblioteca, la música, el cine…), que me pusieran a salvo de un sistema institucional cuya mediocridad parasitaria me daba náuseas. Me abstuve de jugar en sus partidas trucadas. Y aun de tomar partido en sus timbas. Nunca elijo eso que llaman ‘representantes’. Sólo imaginar que alguno de ellos pueda ‘representar’ un rasgo mío me haría imposible asomarme al espejo.
Y, sin embargo, en alguna muy rara ocasión he votado. Lo haré hoy. No porque nada espere, desde luego. Votaré bajo la constricción de la legítima defensa: votaré contra lo demasiado inaceptable, contra la sobredosis de envilecimiento que nos enfangaría a todos. En la Alemania de 1932, me hubiera forzado a votar a quien fuera que pudiese interferir el ascenso del nacional-socialismo. Los nombres cambian, los programas permanecen: y el programa nacional-socialista hoy, en España, se llama populismo. Lo peor del siglo XX, bajo etiqueta de siglo XXI.
El modelo programático de los populistas españoles es transparente para cualquiera que guarde aún memoria de aquel siglo de los grandes genocidios que fue el nuestro:
1. Un fundamento programático: el que sellara el Pacto Germano-Soviético en agosto de 1939, fundiendo tópicos hitlerianos y bolcheviques.
2. Una apuesta por la hegemonía estatalista en los sectores clave: banca, gran industria, medios de comunicación…
3. Trituración de lo poco que queda ya de la enseñanza. Porque el analfabetismo compartido iguala a todos en la condición de siervos del Estado protector.
4. Diabolización del enemigo, como amenaza en torno a la cual soldar la secta propia.
5. Y, para que nada falte, recuperación de ese antisemitismo brutalmente anacrónico que lleva a Iglesias a exigir la destrucción de Israel, único Estado democrático, por cierto, dentro de una geografía unánime en la teocracia.
Contra eso votaré: contra ese fascismo emergente que es la ola populista. Frente a la cual no veo más dique eficaz, hoy, que el Madrid de Ayuso. Después, retornaré a mi gruta. En el desierto.