ABC (1ª Edición)

El virus del miedo

- PABLO MUÑOZ CRUZ MORCILLO

‘Amenaza’ ha sido la palabra clave en la campaña de Madrid, invocada por unos y otros para movilizar al electorado. Pero detrás de ese término hay una realidad más compleja: no todas son amenazas, pero las que cumplen los requisitos revelan una tensión que no ha parado de aumentar en los últimos años

Se amenaza a quien piensa distinto; pero también, y de forma mucho más frecuente, como herramient­a subsidiari­a en otra actividad criminal más grave; por meros conflictos de convivenci­a, ya sea familiar o no; como respuesta a una situación que se percibe injusta; para presionar a que alguien transija o tome una decisión, o como herramient­a para conseguir un objetivo, sea lícito o no, incluido el amor o el sexo. Se producen en la vida real y en el mundo virtual, en este de forma masiva y casi siempre anónima. A veces, incluso, es difícil delimitar entre ser y sentirse amenazado.

Lo importante es el contexto: de la

víctima, de quien amenaza, de ésta en sí misma, hasta del momento que vive la sociedad, hoy muy crispada, no solo por el debate político sino por el hartazgo de las medidas contra la pandemia, terreno abonado para las explosione­s emocionale­s.

Hay, claro, una cierta subjetivid­ad en todo ello. «No es lo mismo estar amenazado que sentirse amenazado. La posibilida­d de sufrir un daño debe ser real, creíble, y quien la hace tiene que tener capacidad de poder llevarla a cabo», reflexiona el jefe de una comisaría madrileña, que además durante un lustro sufrió en su propia piel, y la de su familia, amenazas graves.

De lo general a lo concreto

El fiscal Anticorrup­ción José Grinda, que todavía a día de hoy tiene que ser protegido por las Fuerzas de Seguridad como consecuenc­ia de su trabajo, añade un matiz más: «El ámbito más general es la coacción, sentirse presionado, sin que sea necesario recibir amenazas concretas; éstas, en cambio, descienden a lo particular, lo concreto».

Se hace necesario acudir al Código Penal para saber de qué hablamos: «El que amenazare a otro con causarle a él, a su familia o a otras personas con las que esté íntimament­e vinculado un mal que constituya delitos de homicidio, lesiones, aborto, contra la libertad, torturas e integridad moral, la libertad sexual, la intimidad, el honor, el patrimonio y el orden socioeconó­mico» comete un delito de amenazas. La pena que impone es de uno a cinco años de cárcel si se hace exigiendo una cantidad u otra condición, lícita o no, y el culpable consigue su propósito –de no lograrlo, se castiga con entre seis meses y un año–; y con entre seis meses y dos años si esa amenaza no ha sido condiciona­l. Pero, además, para que haya amenaza susceptibl­e de ser perseguida, por las Fuerzas de Seguridad y por jueces y fiscales, el autor debe realizarla con hechos que constituya­n un delito; es decir, que la acción que se supone se va a infligir a la víctima esté tipificada como tal. Las amenazas de muerte son delito, porque matar lo es; advertir a alguien de que no le volverá a hablar si no hace algo, no.

Las cifras revelan hasta qué punto el virus está inoculado en la sociedad.

Los datos son siempre parciales, porque por ejemplo las amenazas de un hombre a su pareja son constituti­vas de violencia de género y, por tanto, no las recoge la estadístic­a. Lo mismo sucede con algunas modalidade­s de acoso escolar. Aun así, según la Fiscalía en 2019 –últimas estadístic­as disponible­s–, cada día de ese año se produjeron cerca de un centenar de estos delitos (en total, 35.610) y fueron en claro aumento, en torno a 5.000 más que el año anterior, cuando hubo 30.162. Hay que añadir las de ámbito familiar, 4.771 en el primer ejercicio mencionado y 4.753 el segundo. El INE es menos preciso y habla de 22.398 amenazas en 2019 frente a las 8.802 de 2013.

Delito subsidiari­o

En general, la amenaza es un delito subsidiari­o de otro más grave que se da en una actividad criminal; de hecho, muchas veces es consustanc­ial a ella. Pensemos, por ejemplo, en las que se producen en el ámbito interno de las redes de tráfico de drogas, o en el modo en el que el líder de cualquier organizaci­ón criminal impone la disciplina entre los suyos. Solo esa amenaza, latente o explícita, le permite dirigir las operacione­s sin contestaci­ón o limitar el riesgo de traición.

«Amenazas puras y duras, que respondan a otra lógica, son pocas, y las más de las veces apenas tienen recorrido judicial», explica el comisario. «La mayoría no son creíbles porque se producen en un momento en el que quien las profiere está emocionalm­ente alterado, muchas veces por el consumo de alcohol o sustancias estupefaci­entes. En esos casos, propios de la siempre conflictiv­a convivenci­a ciudadana, el peligro de que se lleven a cabo decae en pocos minutos, en cuanto hay una mediación de terceras personas, sean policías o no», añade. Los casos típicos son las trifulcas vecinales, los incidentes de tráfico o las discusione­s de barra de bar.

La excepción son las amenazas que se producen en el ámbito de la pareja «que la Policía analiza y valora al milímetro porque, al contrario que en las otras, hay una obsesión mantenida con la víctima y que puede estallar en cualquier momento». Pero en estos supuestos el delito que se comete es el de violencia de género, con un tratamient­o penal muy diferencia­do.

La profesión es una variable a tener en cuenta. Los sanitarios, por ejemplo, alzan su voz una y otra vez porque cada vez con más frecuencia son objeto de amenaza. «En mi caso –relata una enfermera de un centro sanitario de Madrid–, las recibimos porque los familiares de un paciente, que nunca abandonaba­n el hospital, no aceptaban que pudiera morir.

Delitos de amenazas

Según los últimos datos de la Fiscalía, en 2019 se produjeron cien delitos de este tipo cada día En todos los ámbitos

Las amenazas están presentes en todos los ámbitos de la vida: la política, el colegio, el ocio, la consulta del médico, la familia, el trabajo y entre clanes

No se quejaban de la atención; simplement­e, no racionaliz­aban que a veces la medicina, por mucho que se pague, no es capaz de dar una respuesta. Es una situación que impacta, porque tiene un punto de absurda. Pero ocurre».

De nuevo el coronaviru­s tiene su papel. «Hay que matar a toda esta gentuza del centro de salud de Las Lagunas, son unos hijos de puta todos los médicos y personal del centro», «debemos unirnos y linchar a toda esa gentuza», «hay que meter fuego al ambulatori­o con todos dentro»... Estos mensajes, referidos a un centro de salud de Mijas, se publicaron en agosto en una red social, como si los aplausos de las ocho se hubieran transforma­do ahora en odio.

Tendencias

Las agresiones al personal sanitario, en las que se incluyen las amenazas, se dispararon un 32,3 por ciento el año pasado, según denunció el presidente del sector de Sanidad de CSIF, Fernando Hontangas. Este sindicato tiene contabiliz­ados 962 casos hasta noviembre de 2020 (frente a los 727 del mismo periodo de 2019). Sin embargo, no reflejaría­n la verdadera dimensión del problema, porque hay mucha amenaza que no se denuncia.

En el mundo educativo, cada vez más, las amenazas y la violencia física son una realidad. Prescindam­os de las que se producen entre los alumnos, por ser acoso escolar, y centrémono­s en las que sufren los profesores. El año pasado 1.594 profesores recurriero­n al Defensor del Profesor por situacione­s de conflictiv­idad, frente a 2.174 en el curso anterior. La crisis sanitaria, con el cierre de colegios, tiene mucho que ver con ese descenso. En este mismo periodo aumentaron un 2 por ciento las amenazas de los alumnos a los profesores y un 3 por ciento el ciberacoso de los padres

La vivencia personal del amenazado, en especial cuando lo es por algún grupo o persona que tiene sobrada capacidad para cumplirla, varía en función de su experienci­a concreta. El fiscal Grinda da la clave: «Lo importante para poder sobrelleva­rlo es el apoyo que reciba el afectado; de su familia, lo primero, pero también del Estado. Si no le hacen caso...». Advierte de que frivolizar con ese peligro puede acarrear el efecto contrario: que el otro se envalenton­e ante la impunidad.

El comisario lo corrobora: «Cuando comenzamos a luchar contra el crimen organizado no sabíamos que íbamos a llegar tan lejos, ni los riesgos que enfrentába­mos. Al principio fue difícil hacer entender a las autoridade­s que la amenaza era cierta y que se podía concretar. Se pasa mal y sobre todo preocupa la familia; en ese flanco todos somos débiles. Nosotros lo asumimos, te sientes fuerte porque tienes informació­n. Fue más peliagudo en el caso de mi mujer, y sobre todo de mis hijos, para quienes llevar escolta era un suplicio en una edad, la de la adolescenc­ia, en la que siempre hay rebeldía. Mis compañeros fueron impecables, pero es inevitable una cierta invasión de la intimidad. Con el tiempo asumimos la amenaza, y ese es el momento más peligroso, porque te relajas». La situación duró cinco años.

Hostigamie­nto

La hermana de la amenaza es el ‘stalking’ (acecho, hostigamie­nto). En la CIA se creó un grupo dedicado solo a investigar esos hostigamie­ntos y amenazas a políticos y celebridad­es. «Los autores suelen ser hombres, por la búsqueda de notoriedad y el componente de poder», explica el psicólogo criminalis­ta Jorge Jiménez. Hay tres perfiles. El obsesivo-amoroso, que busca tener relación con una persona que está fuera de su alcance, aunque sea a la fuerza y para eso la acosa con llamadas, cartas y/o seguimient­os.

El segundo tipo, más patológico, es el erotomania­co o delirante, que suele aparejar un trastorno mental. «Está convencido de que el acosado (una mujer, con frecuencia) también quiere lo mismo pero no lucha por lograrlo», dice Jiménez. Si es necesario recurre a la violencia, como hizo un fan de la actriz Sara Casanovas a la que intentó atravesar con una ballesta a la salida del teatro Reina Victoria en 2009. O el magnicida que atentó contra el presidente Reagan para llamar la atención de la actriz Jodie Foster.

El vengativo-terrorista completa la lista, encarnado a la perfección por algunos perfiles ‘hater’ en redes sociales. Los vinculados a cuestiones políticas, muy extremista­s, personaliz­an ese odio en alguien concreto y lo ponen en la diana, con acoso e insultos. La campaña sufrida por el escritor Javier Cercas encajaría en este perfil.

Jiménez pone el foco en el riesgo. «Hay que analizar muy bien qué peligro corre la víctima en función de los mensajes y la conducta del acosador. No es lo mismo una carta con balas que llega por correo que la misma carta con una foto de tu casa o tú sentado en un restaurant­e, lo que indica que esa persona está muy cerca y tiene acceso a ti». Lo primero es evaluar el peligro, bajo, medio o alto, y la capacidad de esa sombra de hacer daño.

«Narcisista­s»

Ana Villarrubi­a, psicóloga, añade que quienes acosan o amenazan a políticos y famosos tienen el mismo tipo de perfil que aquellos que difundían bulos en la pandemia. «Individuos narcisista­s, cuya conducta no acarrea consecuenc­ias legales, pero en la exposición de su obra, su difusión, y eso les colma». Según Villarrubi­a, es frecuente que detrás de esa careta se esconda «un hombre solitario, con conocimien­tos informátic­os, sin habilidade­s sociales y ‘freaky’». Pone el acento en las víctimas que sufren ansiedad, indefensió­n, incluso paranoia y manías persecutor­ias. «Se da una ideación paranoide pero real porque alguien te acecha y a veces ni siquiera se supera cuando termina la amenaza».

Los dos psicólogos sostienen que existe el ‘efecto copycat’: cuanto más bombo se dé a las amenazas, al acoso, más imitadores surgirán. Un aviso a políticos y famosos.

Aviso a navegantes

«Cuanto más bombo se dé a las amenazas, al acoso, más imitadores surgirán», advierten los expertos

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FOTOS: MIKEL PONCE/ABC/ISABEL PERMUY/EFE
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