El chamán y la tribu
El sábado, chamán y televisores llamaron al gran festejo. Morirá gente como consecuencia de eso. ¿A quién le importa?
HUBO un tiempo en que los hombres de ciencia eran grandes escritores. Claude Lévi-Strauss estuvo entre los últimos de tal estirpe. En 1958, el maestro publica su ‘Antropología estructural’, aplicación de su más arduo ‘Las estructuras elementales del parentesco’. Dos de sus capítulos están dedicados a un ejercicio autoirónico envidiable: ¿de qué nos estamos burlando cuando hablamos conmiserativamente de las curaciones mágicas? El hecho, que cualquier investigador sobre el terreno ha constatado, es que el individuo tribal que se sabe objeto de un maleficio poderoso muere. Igual que sobrevive aquel que se sabe protegido por un brujo más poderoso aún. Con aquella benevolencia un punto cínica que derrochaba en sus maravillosas clases, Claude LéviStrauss concluye: «No hay pues razón alguna para poner en duda la eficacia de ciertas prácticas mágicas. Pero se ve, eso sí, que la eficacia de la magia implica la creencia en la magia».
Puede que nos sea muy consolador decirnos que eso sucedía en sociedades presas de tiniebla e ignorancia. Es menos consolador –menos bobo, por tanto– constatar cómo en ese turbio imperio chamánico seguimos habitando: un tiempo en el cual vemos como real aquello que el gran sacerdote dice serlo; y sólo aquello. Un tiempo en que, cuando un riesgo serio de muerte nos asalta, la desvergüenza de quienes atesoran las encriptaciones del poder se ejerce con tiranía hermética. Es la prueba a la que nuestras tan tecnificadas –y tan supersticiosas– sociedades fueron sometidas por el embate de una amenaza de muerte colectiva, frente a la cual no se halló más respuesta que la de la muy primitiva clausura en la madriguera propia. Sin otro lazo con el exterior que no fuera la resonancia idiota que de la letanía chamánica hicieran los televisores, que son hoy su templo específico.
Quienes ahora muestran asombro por la avalancha suicida de celebrantes nocturnos el sábado pasado, parecen querer olvidar que ese tipo de reacciones de multitud enloquecida, por devoción, por alcohol o por otras muy diversas químicas, es una parte esencial del chamanismo: el instante del arrebato en la gran borrachera ritual.
Desde hace catorce meses, Sánchez juega tan sólo la baza chamánica: no importa salvar o dejar de morir; lo que importa es proclamar que la palabra del chamán salva, y que sólo salva ella. Busquemos en Google la frase más repetida por el presidente en estos catorce meses. Es ésta: «estamos en el principio del fin». Lo cual, en rigor semántico, significa: estamos como siempre. Y, en rigor totémico, sugiere: sólo yo salvo. El mantra construye la realidad cuando el brujo lo profiere. Y es única verdad cuando quien lo resuena es el televisor: ese asesino anímico. El sábado, chamán y televisores llamaron al gran festejo. Morirá gente como consecuencia de eso. ¿A quién le importa?