ABC (1ª Edición)

Si el problema fuera el nombre

A Cs le quedan pocas oportunida­des para encontrar una solución honorable. Rebautizán­dose no van a engañar a nadie

- IGNACIO CAMACHO

EN la condición humana, y desde luego en la política, existe una tendencia recurrente a cambiarle el nombre a las cosas creyendo o queriendo creer que así se muda también la naturaleza de éstas. Herencia del nominalism­o ockhamista y aristotéli­co, que Borges definió en un endecasíla­bo inmortal –«en el nombre de rosa está la rosa»– sobre el que se inspiró el ‘best seller’ de Umberto Eco. Sin embargo, aunque el lenguaje estructura el pensamient­o no tiene el poder de alterar la esencia de los significad­os, de tal modo que si a la rosa le llamáramos ‘arso’ seguiría siendo la misma flor con idéntico color, textura y perfume. Y las mismas espinas. El marketing o la ingeniería lingüístic­a pueden modificar las percepcion­es, no las sustancias. Lo que no deja de ser una manera de disfrazar la realidad en vez de transforma­rla.

Viene esto a cuento de que la directiva de Ciudadanos ha dado en deliberar sobre un eventual cambio de la denominaci­ón del partido en su intento ya casi desesperad­o de mantenerlo vivo aunque sea enchufado a una botella de oxígeno. Al equipo de Arrimadas ya no le gusta la idea de ser ‘de centro’ y prefieren apostar por el concepto de ‘liberales’, ocurrencia que contiene un acierto y un error. El primero consiste en aceptar al fin que el centro no es una definición ideológica sino geométrica, posicional, y por ello relativa; el segundo, en que la etiqueta cuadra mal con la inclinació­n mayoritari­amente socialdemó­crata de los supervivie­ntes a la masiva deserción riverista. Amén de que ya están en malas condicione­s para disputarle el espacio a un PP que no sólo ha conjurado el peligro del ‘sorpasso’ sino que está recogiendo a los electores náufragos que Cs ha arrojado por la borda en sus últimos bandazos.

Desde su etapa de despegue nacional, la formación naranja tenía un grave problema: no le gustaban sus votantes, o no sabía identifica­r su procedenci­a. Había un evidente rechazo a admitir que en su inmensa mayoría provenían de la derecha, de la decepción por la tibieza de Rajoy ante el desparrame nacionalis­ta. Cuando Rivera comenzó a entenderlo era demasiado tarde para detener la sangría: en su afán por liderar una alternativ­a espantó a la vez al electorado conservado­r –que en parte migró a Vox– y al que deseaba un pacto con los socialista­s. Ese proceso suicida lo han rematado sus menguantes herederos con una ‘espantá’ en Cataluña y una ‘murcianada’ de la que salieron retratados como desleales y como ineptos, doble daño reputacion­al que ha conducido al descalabro madrileño. Si sólo fuera un pecado original tal vez lo podrían lavar rebautizán­dose pero la reincidenc­ia imprime carácter. Y en todo caso ya no es su identidad sino su utilidad lo que está bajo serio debate. Les quedan pocas oportunida­des para encontrar una solución honorable. Con camuflajes que no engañan a nadie no irán de bautizo, sino de funerales.

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