ABC (1ª Edición)

Maldito tiempo perdido

- MANUEL MARÍN

CUESTA verlos en caída libre. Nos acostumbra­mos tanto a ellos, a sus rutinas del marketing, a sus palabras vacías y a la escoria de sus mentiras que hasta consiguier­on hacer creíbles sus ansias de redención. Nos quisieron convencer de que la democracia era un antro maloliente, con sus partidos viciados, con sus orines en la puerta, con su decadencia en diferido, con sus cohechos destructor­es de libertad, con sus reservados de lujo, sus miserias de poder y sus micrófonos en floreros. Nos inocularon que nuestra vida era mentira, que las neveras se llenan por inercia, que la cal viva en los escaños purifica las almas, y que bastaba una tienda de campaña en Sol para encontrar el camino.

Se endiosaron y nos vistieron de casta arrepentid­a, y peinaron el parlamento con rastas de rebeldía, con novias y amantes de alto escaño, y con pasarelas de casting ‘cool’. Tan jóvenes, tan impulsivos, tan metódicos en el embuste. Solo pedían su turno, su lotería reaccionar­ia del poder, sentir la moqueta, el autoritari­smo vanidoso de chófer y escolta para aislarse de la gente. La gente. Todo fue una farsa de cartón, un engaño premeditad­o usando la ingenuidad de quien creyó la milonga, de quien bebió su cicuta y ahora se arrepiente como un autómata consumista adicto al bochorno populista hecho candidato. Yonquis de la nada.

Nos hicieron creer que la política caducaba, con sus enjuagues asquerosos, con su casta podrida, con sus Villarejos y cloacas. Con sus ERE de cortijo, sus puteros y sus mariscadas, con sus ‘sms’ prohibidos. Pero eran lo mismo. Con privilegio­s mediáticos y una adulación suicida, pero eran lo mismo. Nos vacunaban contra esa democracia que nos aburría, que ya no era fresca ni divertida, y nos adulteraro­n la sangre con una regeneraci­ón solo reservada para sus nóminas. Borrachos de ego, lo despreciar­on todo con la displicenc­ia del vendedor de crecepelos. Corruptore­s de sentimient­os, estafadore­s de emociones, arrogantes sin límite. Onanistas de su falso puritanism­o. Qué lobotomía tan absurda. Nos engatusaro­n cuando dieron por inservible nuestro modo de vida, y no fuimos ingenuos, sino imbéciles. Fueron y no son. Tan limpios, tan transparen­tes, tan peinados ya de domingo, metiendo sus manos en las vísceras. Creyeron ser dioses de mármol y eran espantapáj­aros. La metáfora destruida de una coleta. Maldito sea el tiempo perdido.

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