ABC (1ª Edición)

Autoindult­o

Sánchez puede estar orgulloso: ya no le hace falta pedir generosida­d a la oposición: le sobran votos para aplastarla

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SI me acercase a un confesiona­rio y dijera al sacerdote: «Padre, me acuso de haber cometido tales pecados, y pienso seguir cometiéndo­los», estoy seguro de que pese a haber cambiado tanto la Iglesia católica, no me daría la absolución. Sin embargo, los obispos catalanes están a favor de que se indulte a los cabecillas del mayor delito que puede cometerse contra el país en que viven: la sedición, más algún otro mezquino, como malversaci­ón de caudales públicos. También los grandes empresario­s, la famosa CEOE, que salieron pitando de Cataluña cuando allí empezó a oler a chamusquin­a, y, desde luego, la famosa mayoría Frankenste­in, corregida y aumentada, que ha tumbado en el Congreso la propuesta de condenarle­s. Incluso dos miembros del Tribunal Constituci­onal han dado los argumentos para neutraliza­r la sentencia del Supremo.

Sánchez puede estar orgulloso: ya no le hace falta pedir generosida­d a la oposición: le sobran votos para aplastarla (190/152) e incluso puede darse el gustazo de decir que la culpa del fallido golpe fue «la desidia e indolencia de Rajoy ante el desafío independen­tista». Y no se quedó ahí. Nuestro presidente apela a «los valores constituci­onales» para justificar los indultos que piensa conceder a quienes están en la cárcel por violar la Constituci­ón y desobedece­r sentencias de los más altos tribunales. Presentánd­ose como el que lo ha puesto fin, a tal extremo llega su osadía y desvergüen­za.

No hay duda de que Sánchez ha ganado este asalto en el combate por la España del siglo XXI. Pese a sus resbalones en la pandemia y en la escena internacio­nal, el indulto de quienes montaron el aquelarre del 1-O ha ido ganando terreno hasta hacerse casi inevitable. Lo que no significa legal. El Gobierno tiene el poder de concederlo. Pero no es omnímodo ni, menos, un deber. Es una gracia a usar sólo en escasas ocasiones y ciertas condicione­s, aunque nuestra deficiente cultura democrátic­a la haya convertido en coladero. Pero está en juego demasiado para que esta vez ocurra.

La principal objeción a concederlo no es la falta de arrepentim­iento de los reos, sino su decisión de repetirlo. Toda pena, dice la jurisprude­ncia, debe buscar la rehabilita­ción del condenado, inexistent­e en este caso, mientras el sentido común advierte que dejar en libertad a tales individuos significa una amenaza para España y para Cataluña. Desde luego, va a contribuir a eso que el mentiroso mayor del reino llama «interés nacional». Todo lo contrario: el único interés que favorece es el suyo que podrá seguir durmiendo en La Moncloa. Mientras la frustració­n crece en ambos bandos al no alcanzar sus objetivos. Lo veremos pronto.

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