EL MISTERIO DE LOS ÚLTIMOS HUMANOS QUE MURIERON EN EL ESPACIO EXTERIOR
La apertura de una minúscula válvula costó la vida a los tres cosmonautas que habían devuelto a la URSS a la cabeza de la carrera espacial
Corre el 29 de junio de 1971, todavía en la Guerra Fría. Dos años después de la llegada del Apolo 11 estadounidense a la Luna, la Unión Soviética se prepara para celebrar por todo lo alto su gran remontada en la carrera espacial, una proeza que los situará de nuevo en cabeza y que supondrá un gran golpe de propaganda para su causa. El Soyuz 11 y sus tres cosmonautas vuelven a Tierra tras una misión impecable de 23 días, 18 horas, 21 minutos y 43 segundos. Han rubricado un nuevo y asombroso récord de permanencia en el espacio. Han encandilado a los ciudadanos soviéticos con sus apariciones televisadas desde la Salyut 1, la primera estación espacial de la humanidad, otro orgullo de la URSS.
Aparentemente el aterrizaje a 90 kilómetros al sur de la ciudad de Karazhal, en las estepas de Kazajistán, resulta impecable. El paracaídas de amortiguación se abre sin problemas. La cápsula se posa suavemente. Son las 6.16 de la mañana hora local (23.16 GMT). Solo hace una hora que ha amanecido.
Sin embargo en el puesto de mando ya saben que algo va mal. O peor que mal. A las 22.47 se ha perdido abruptamente la comunicación con los tres cosmonautas. Intentan restarle importancia achacándolo a las dificultades de la reentrada. Consuelo estéril, pues enseguida reciben el código más temido: 1-1-1. El baremo que medía la salud de los cosmonautas iba de 5 (estado perfecto) a 1 (accidente fatal). Están muertos. El comandante Dobrovolsky, de 43 años; el ingeniero de vuelo Volkov, el más joven del trío, que a sus 35 años había conquistado la imaginación de las jóvenes rusas; y el ingeniero investigador Patsayev, de 38, el primer hombre que había utilizado un telescopio fuera de la Tierra, se habían dejado la vida en la misión. Casados y con hijos pequeños, fueron los últimos astronautas muertos en el espacio exterior.
Maniobras desesperadas
El helicóptero de los rescatadores aterrizó cerca de la cápsula, que lucía en buen estado. Pero la tripulación no respondía. Al abrir la escotilla se encontraron con los tres cadáveres. El cuerpo del comandante Dobrovolsky todavía estaba caliente. Procedieron a ejecutar maniobras desesperadas de resucitación. Inútiles. Los cosmonautas presentaban restos de sangre en los oídos y las fosas nasales y algunos moretones azulados en sus rostros. ¿Qué había sucedido? Los soviéticos envolvieron su fracaso en un manto de misterio. Occidente solo supo la verdad dos años después, gracias a una exclusiva de ‘The Washington Post’.
Como vuelve a ocurrir hoy –con la entrada de China en la carrera hacia las estrellas, los sueños de superricos como Bezos y Musk y el renacido interés de Estados Unidos–, el espacio fue durante la Guerra Fría una trinchera más en la batalla de la propaganda. También allí se dirimía la pugna por convencer al mundo sobre qué sistema gozaba de una técnica más avanzada, si el socialismo ruso o el capitalismo de la gran democracia estadounidense. Hoy sabemos que tras una imponente fachada de cartón piedra, la URSS escondía unas vigas apolilladas. Pero en los primeros setenta todavía se debatía si el gran cam
peón del futuro iba a ser Rusia o Estados Unidos. Los soviéticos golpearon primero en la carrera espacial. Buena parte del mérito fue de Sergei Korolev, el Von Braun de la astronáutica soviética.
El público ruso no conoció al genio que hizo posible su estirón en el espacio hasta que se murió en 1966, con 59 años. Ese día, ‘Pravda’ publicó un amplio obituario, con una foto en la que a aquel desconocido héroe casi no le cabían las medallas en su pechera. Lo que no contó el periódico oficial fue que en su brutal purga de 1938, Stalin mantuvo varios años al científico en el Gulag. A pesar de que más tarde fue rehabilitado, su salud quedó mermada para siempre. Las cenizas del ingeniero se depositaron en los muros del Kremlin. Hasta ese día su nombre había sido un alto secreto de Estado. Solo se le mencionaba como el anónimo ‘diseñador jefe’. Korolev, judío ucraniano, había sido piloto y luego estudió ingeniería con el gran Tupolev, el diseñador de aviones.
Con el ingenio de Korolev, los soviéticos se anotaron una racha de éxitos espaciales que pasmó al planeta. El primer misil intercontinental. El primer satélite, el ‘Sputnik 1’ de 1957. Ese mismo año, el viaje al espacio de Laika, una perrita callejera de Moscú achicharrada en el altar de la ciencia. Por supuesto, el inaudito recorrido orbital del simpático Gagarin en abril de 1961 (en realidad su vuelo más peligroso fue cuando estando encamado con una amante saltó por una ventana al oír que llegaba su mujer). Y en 1963, Valentina, la primera mujer cosmonauta. Tuve ocasión de conocerla en Londres, en una exposición de cápsulas soviéticas. Era una octogenaria de presencia todavía imponente, pese a su corta estatura. Me contó una estupenda anécdota, reveladora de los riesgos que afrontaron aquellos pioneros. En su legendaria misión se olvidaron de darle un cepillo de dientes. «Pero –añadía socarrona Valentina– eso no fue nada comparado con que cuando ya estaba en el espacio descubrí que mi nave, la Vostok 6, estaba programada para subir, pero no para bajar». Korolev le hizo llegar un algoritmo
que le ahorró un final como el de la perrita Laika. La hegemonía rusa se acabó gracias al sueño de un estadista. JFK entendió que para ganar la Guerra Fría debía lanzarse a la carrera espacial y mostrar al mundo que su modelo era el más avanzado. En una sesión solemne ante las Cámaras en mayo de 1961, solo un mes después del alarde de Gagarin, Kennedy propuso a su país una meta que parecía utópica: «Esta nación debe comprometerse a poner a un hombre en la Luna antes de que acabe esta década y traerlo de vuelta con seguridad». Dos años después de su discurso le volaron la cabeza en Dallas. Pero su visión triunfó en 1969, con la pisada de Armstrong sobre el polvo del satélite. Los rusos tardaron en resarcirse de ese golpe, pero enseguida se pusieron a trabajar. El 15 de abril de 1971 lanzaron la Salyut 1, la primera estación espacial. Su siguiente objetivo era enviar astronautas a ella para estudiar la respuesta del cuerpo ante la falta de gravedad y estrenar el telescopio Orión 1, el primero en el espacio. Tres días después despegó la Soyuz 10 con la misión de acoplarse a la Salyut 1. Fracasó. Se engancharon a la estación, pero los cosmonautas fueron incapaces de abrir su escotilla.
La Soyuz 11 fue el segundo intento. El objetivo era que los astronautas viviesen durante 30 días en la estación Salyut 1. Se seleccionó a la mejor tripulación posible, comandada por el gran Alexei Leonov, el hombre que en 1965 había protagonizado el primer paseo espacial (y un magnífico pintor de paisajes astrales). Pero tres días antes del despegue uno de los cosmonautas mostró síntomas de tuberculosis y hubo que sustituir a todo el equipo. La nueva tripulación, formada por Dobrovolsky, Volkov y Patsayev, recibió la luz verde de la nomenclatura solo 48 horas antes de partir. No eran tan duchos como los titulares. De hecho solo Volkov tenía experiencia previa en el espacio, lo que provocaría fricciones constantes con el novato comandante Dobrovolsky, cuya jerarquía despreciaba.
A las 4.55 de la tarde del 6 de junio de 1971, la Soyuz 11 despegó con éxito del cosmódromo de Baikonur, al sur de Kazajistán. El vuelo resultó óptimo. Tras tres horas y 19 minutos de maniobras, el día 7 de junio se acompañaron a la Salyut 1 y lograron entrar a la estación. Dentro los sorprendió un intimidatorio olor a humo y a quemado. Repararon el sistema de ventilación, tarea que les llevó seis horas, pero esa noche por prudencia pernoctaron en su nave Soyuz. Todavía llegaría otro susto, un pequeño fuego el día 11. Pero al margen de la creciente discordia entre los tripulantes, todo rodó bastante bien. Llevaron a cabo 140 experimentos, utilizaron el telescopio, practicaron deporte en una cinta y, sobre todo, se metieron en el bolsillo al público ruso –y por ende al de todo el mundo– con sus asombrosas novedades televisadas y su afabilidad.
El alto mando decidió acortar unos días la misión ante los crecientes roces de los tres cosmonautas. El 29 de junio, a las 21.35 horas, la Soyuz 11 se separa de la estación para emprender el regreso a la Tierra. Pero los tripulantes encuentran dificultades para sellar la escotilla delantera de su nave, donde un pilotito de aviso no cesa de parpadear. Empujando rudimentariamente con la fuerza sumada de los tres, logran que la escotilla se cierre herméticamente y que el chivato se apague. Encienden entonces el sistema de desorbitación y el comandante Dobrovolsky dice a Tierra: «Hasta la vista». Serían las últimas palabras de los cosmonautas.
De cara a la reentrada, la cápsula donde viaja la tripulación ha de separarse del módulo orbital y del de servicio. Ese proceso se lleva a cabo mediante pequeñas detonaciones pirotécnicas, que deben ser secuenciales. Ahí se produce el error fatal. Las cargas saltan de manera simultánea y su onda expansiva provoca la apertura de una válvula de ecualización de la presión. La válvula no debería abrirse en modo alguno hasta que el Soyuz 11 estuviese a solo cuatro kilómetros del suelo. Pero lo hace a 168 kilómetros de altitud. La consecuencia es una inmediata despresurización de la cabina.
La muerte es dolorosa. Las pulsaciones de Volkov pasan en segundos de 120 a 180. Los cosmonautas sienten primero un fuerte dolor en el pecho, la cabeza y el abdomen. La sangre comienza a asomar en sus oídos y fosas nasales. El tiempo de consciencia que les queda es muy limitado, 50 o 60 segundos, pero solo en los trece primeros sus mentes se mantienen lo suficientemente despejadas como para poder reaccionar. La posición de los cadáveres reveló que en esos trece preciosos segundos de «consciencia útil» intentaron actuar, cerrar la escotilla (su primera sospechosa por los problemas que habían tenido con ella) y finalmente la válvula que realmente los estaba dejando sin aire. Cerrarla era misión imposible. El experimentado Leonov, que antes del despegue los había alertado de posibles problemas con esas válvulas, hizo meses después un test en tierra. En condiciones de tranquilidad, sin el brutal estrés que soportaron sus compañeros, le costó 52 segundos cerrarla. Más tiempo que el de consciencia operativa.
La agencia estatal Tass informó de la muerte de la tripulación limitándose a decir que «las causas están siendo investigadas». Más que centrarse en la tragedia, el despacho ensalzaba con hipérboles los logros de la misión. La autopsia, que no se hizo pública y cuyo contenido tardaría todavía dos años en filtrarse a Occidente, recogió una muerte por hemorragias en el cerebro, con sangrado subcutáneo, tímpanos dañados y sangrado en el oído medio. Alto contenido de nitrógeno en la sangre y también enormes cantidades de ácido láctico, diez veces más alto de lo normal. Una prueba del brutal estrés que sufrieron al enfrentarse en segundos a una muerte que sabían cierta.
Lesiones maquilladas
La propaganda oficial encubrió el fracaso con un suntuoso funeral de Estado en Moscú. Docenas de miles de ciudadanos presentaron sus emocionados respetos a Dobrovolsky, Volkov y Patsayev, de cuerpo presente entre enormes túmulos de flores, ataviados con trajes civiles y con sus medallas de Héroes de la Unión Soviética destellando en sus solapas. Los maquilladores funerarios hicieron una competente labor, pero aún así una gran marca azulada en la mejilla izquierda de Patsayev detonaba el enorme trauma. Leonidas Brezhnev, el líder supremo, no pudo contener sus lágrimas ante los ataúdes. A los cosmonautas se les reservó el raro honor de ser enterrados en el muro del Kremlin, cerca de Gagarin.
Las comisiones de investigación concluyeron que con trajes espaciales los cosmonautas habrían sobrevivido. A partir de entonces se hicieron obligatorios. La estación espacial Salyut fue desorbitada y se perdió en el Pacífico cuatro meses después del accidente. Las naves Soyuz no volvieron a volar hasta septiembre de 1972. La URSS pronto comenzaría a parecer lo que era: un pato cojo.
FUNERAL DE ESTADO Y MEDALLAS DE HÉROES La propaganda oficial encubrió el fracaso con un funeral de Estado en Moscú. A los astronautas se les concedieron las medallas de Héroes de la Unión Soviética y se les dedicó un sello
El final de la hegemonía rusa JFK ENTENDIÓ QUE PARA GANAR LA GUERRA FRÍA DEBÍA LANZARSE A LA CARRERA ESPACIAL Y MOSTRAR AL MUNDO QUE SU MODELO ERA EL MÁS AVANZADO
Los logros de la misión sepultaron la tragedia LA URSS ENVOLVIÓ SU FRACASO EN UN MANTO DE MISTERIO. DOS AÑOS DESPUÉS SE SUPO LA VERDAD