El zaguero providencial
Fijó en el 93 el ‘molto longos’ de Juanito
Sergio Ramos consiguió redimensionar la historia del Madrid. Las Remontadas, que eran unas Termópilas que habíamos visto u oído de jóvenes, la épica más cercana, quedaron convertidas, por comparación, en unas gestas menores.
Obsesivo como debería ser todo madridista, Ramos fue recogiendo todo en el palmarés de sus tatuajes, donde llevaba escrito el romance de su gloria.
Frente a la perfección futbolística de Di Stéfano, que vendría a ser lo clásico, las remontadas de los 80 eran algo más cercano y vivo, ya colorido, con monstruos y rivales extranjeros como el Videoton que abatían unos héroes bajitos, españoles y simpáticos. Entre el complejo y la reafirmación, los Camacho, Santillana o Juanito venían a ser la bravura, la casta que tenían los García, pero ahora televisiva, espectacular y mejor acompañada.
Las remontadas eran emoción pura que Ramos revivió a su manera. Rescató al Madrid en la liana tarzanesca de sus subidas al córner. En el último minuto, a lo Indiana Jones, llevándose el balón, el partido y la copa.
En las Remontadas de los 80 había rebelión contra el destino de la derrota. Esa rebelión contra el sino fue Ramos, que con sus goles ganó personalmente Copa de Europa, Supercopa y Mundialito, el ciclo completo, silenciando los campos donde más sufría el Madrid: Barcelona y Munich.
Las remontadas quedaron recogidas en una imagen: Juanito abandonando el campo entre saltos, loco de contento. Esa pasión la heredó Ramos. Andaluz, flamenco de vestuario, taurino de afición; lo que era talento para la frase en Juanito, en él fue esa especie de genial absurdez de sus lapsus de Twitter.
¿No sería el vínculo racial entre Juanito y Ramos el canon más hondo del madridismo?
Ramos es heredero de la jerarquía de Hierro, del ardor de Camacho, de la autoconciencia capitana de los dos, pero también heredero lejano de Juanito. El pronto del malagueño tomó forma en Ramos, lapsus defensivo o remate salvador, los polos ‘curroromerescos’ de su desempeño.
En su salto con giro de cabeza, óleo lisboeta, está la felicidad de Juanito, y los brincos portentosos y estratégicos de Santillana.
La españolidad de Ramos arrastra referencias de los años 70 y 80; de todos los looks que tuvo, le faltó el bigote de Benito, pues también recuperó la energía del central bravo y viril, aunque depurado y sospechoso de rinoplastia.
Ramos ha estado marcando constantemente el gol de Maceda ante Alemania, el gol de Puyol en el Mundial, el gol de Hierro frente a Dinamarca. El cabezazo del central lo convirtió en pauta. Esto es una genialidad que lo eleva sobre los más grandes defensores de la historia, porque normalizó la proeza igual que hizo del panenka su firma personal. Hizo ordinario el alarde. Regularizó la irrupción decisiva del central. Creó, por repetición, la figura del zaguero providencial.
Tomemos por ejemplo al Barça. Hay un gol de Bakero, un gol de Iniesta, un gol de Amor, y un gol de Koeman. Pero es que Ramos tiene varios así. Salvaba al Madrid o decidía el partido justo antes del final y extendía la idea de equipo invulnerable.
Si el florentinismo imitó lo clásico de los 50, Ramos recordó la pasión de los 80 forzando la zona cesarini, la duración de los partidos madridistas, eternizando el ‘molto longos’ de Juanito en el 93, la sensación de que el Madrid no podía perder.
Como habitante de una maravillosa inopia, en sus miradas al cielo de los himnos, Ramos creyó. Fue el único que siguió creyéndolo.
Ramos ha sido un portento, la Realidad respondiendo por fin al Clavo Ardiendo, al roncerismo que ayer le lloraba a lágrima viva, a la extendida santería psicomerengona. ¡Ha sido la repanocha del madridismo castizo y del madridismo hecho religión!
Entre las Remontadas ochenteras y los años de Zidane hubo un eslabón: la Liga del Tamudazo y de las remontadas con Capello. Y no es casualidad que él formara parte de ese equipo y ya cerrara un 3-3 en el Camp Nou con un remate de cabeza.
Ramos le dio al Madrid del II florentinismo un componente indómito y racial, una genealogía española, arterías que se unían en el corazón tatuado de Ramos, que restableció la fe en la providencia madridista. «No estaré siempre, presi», le avisó. Fue el que se apareció cuando el Madrid volvía a ser el club elegido.
Sergio Ramos fue recogiendo todo en el palmarés de sus tatuajes, donde llevaba escrito el romance de su gloria