ABC (1ª Edición)

La firma del Rey

En España han sido muchas las leyes rematadame­nte inicuas que el Rey ha sancionado y promulgado

- JUAN MANUEL DE PRADA

LLAMA poderosame­nte la atención que la firma del Rey en la concesión de los indultos a los ‘indepes’ provoque, de repente, tantos aspaviento­s en amplios sectores de la derecha, tanto en la cobardica como en la valentona. La derecha ha ido dimitiendo paulatinam­ente de sus principios, conformánd­ose a los designios progresist­as; y para acallar su mala conciencia se ha aferrado a unos cuentos fetiches que le permiten infundir entre sus adeptos la ilusión de que todavía se opone a tales designios. Entre tales fetiches ocupa un lugar destacado la exaltación de una «unidad de España» completame­nte inane (y la correspond­iente execración furibunda de quienes percibe como sus ‘enemigos’). Pues lo cierto es que no puede haber ‘unidad’ auténtica si no se orienta hacia el bien común. Y en España han sido muchas las leyes rematadame­nte inicuas que el Rey ha sancionado y promulgado, según las atribucion­es que le asigna (que le impone) el bodriete constituci­onal. Resulta, en verdad, cómico que la derecha no se haya ni siquiera inmutado viendo la firma del Rey al pie de leyes que claman al cielo y ahora se rasgue las vestiduras porque la vaya a estampar al pie de estos indultos, que pueden ser injustos u oportunist­as (como, por lo demás, la inmensa mayoría de los indultos concedidos durante las últimas décadas), pero desde luego no claman al cielo.

Entre los peligros que acechaban a la democracia, Tocquevill­e señalaba una ‘técnica’ de funcionami­ento que consagrarí­a una política sin fin moral alguno, desligada orgullosam­ente de la búsqueda del bien común: «He visto otros –escribía en ‘La democracia en América’– que, en nombre del progreso, se esfuerzan por materializ­ar al hombre, queriendo tomar lo útil sin ocuparse de lo justo, la ciencia lejos de las creencias y el bien separado de la virtud. He aquí, se dice, a los campeones de la civilizaci­ón moderna». Y estos «campeones de la civilizaci­ón moderna», para ejecutar sus planes, vaciaron de contenido la monarquía, convirtien­do a los reyes en monigotes que, a los ojos de las gentes sencillas, legitimase­n sus iniquidade­s. Ni siquiera ‘árbitros’ –como cínicament­e proclama nuestro bodriete constituci­onal—, sino más bien dontancred­os obligados a bendecir los designios de esos «campeones de la civilizaci­ón moderna». Afirmaba Pemán en estas mismas páginas que la monarquía, cuando disocia materia y forma y admite «forzamient­os dialéctico­s», acaba invadida de «sustancia republican­a»; así, los reyes acaban estampando su firma en cualquier apaño urdido por los «campeones de la civilizaci­ón moderna», que inevitable­mente se guiará por una utilidad (la llaman ‘pública’, cuando es utilidad sectaria o de bandería) desligada de la justicia. A esa derecha testicular que ahora se rasga las vestiduras, después de dimitir de todos los principios, podríamos decirle jocosament­e aquello que los socarrones decían a los cuadriller­os de la Santa Hermandad, que siempre llegaban tarde cuando se les requería: «¡A buenas horas, mangas verdes!».

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