ABC (1ª Edición)

En una plaza de Madrid

En cada instante está el pasado y el futuro, toda la eternidad

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

CAMINANDO sin rumbo ayer por la mañana, me senté en un banco para descansar en una plaza del barrio de Tetuán, colindante con la calle Bravo Murillo. El sol iluminaba el cielo en lo que parecía un tibio día de septiembre, cuando el calor aprieta todavía en la capital.

La fisonomía del barrio no ha cambiado mucho desde que yo llegué a Madrid para estudiar periodismo a principios de los 70. Casas construida­s hace un siglo, calles retorcidas, oscuros bares, pequeño comercio y gentes de clase media baja. Y, sobre todo, muchos ancianos.

Había en la plaza a mediodía alrededor de veinte personas de más de 70 años, casi todas solas, con aire ausente y como si esperaran a alguien que no iba a acudir a la cita. Uno leía el periódico y otro miraba la pantalla de un móvil.

Una escena me llamó la atención: una mujer de unos 40 años, con mascarilla y una mochila a sus espaldas, estrechaba las manos a un anciano de pelo blanco, que vestía un anorak gris, de más de 80 años. A su lado, había una silla de ruedas con una bolsa de Mercadona. La mujer subía y bajaba rítmicamen­te, siguiendo una partitura misteriosa, las manos del viejo. Le acariciaba la cabeza y le sonreía. Se levantó y le dio un prolongado beso. Y de los ojos del anciano brotaron algunas lágrimas. No parecía su hija ni tampoco una empleada.

Pasados diez minutos, la mujer, ayudada por una amiga que se presentó en el lugar, cogió al hombre y le ayudó a ponerse en pie. Empezaron a caminar muy lentamente. Ella llevaba la silla vacía, mientras guiaba al hombrecill­o encorvado, que andaba de forma titubeante, como si se fuera a caer por un soplo de viento. Desapareci­eron por una bocacalle, cerca de un restaurant­e turco.

Vi a un hombre de mediana edad entrar en una casa de apuestas, a un borracho acodado en una barra de un bar en tinieblas, a una anciana que llevaba penosament­e su carrito de la compra, a un deficiente mental que aullaba como un lobo por la calle del brazo de su madre. Almas solitarias en una mañana cualquiera de una gran ciudad.

Nadie había reparado en los gestos de esa mujer anónima que movía las manos del viejo, las elevaba hacia el cielo e imitaba con ellas la forma de una ola. Y nadie había percibido aquellas furtivas lágrimas y el absoluto abandono de aquel anciano que, por unos minutos, había sentido que todavía seguía formando parte de la comunidad de los vivos.

Las cosas más pequeñas son las más grandes. En cada instante está el pasado y el futuro, toda la eternidad. Y viajamos en ese fluir incesante del tiempo en el que el camino que baja y el que sube son uno y lo mismo, en palabras del sabio y enigmático Heráclito. Sobran las predicas y las palabras y faltan gestos como los de esa mujer que logró que este mundo fuera mucho mejor al entrelazar las manos de un anciano.

TIEMPO RECOBRADO

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