ABC (1ª Edición)

Farsa infame

¿Para qué necesitaba ETA seguir matando? Había llegado el momento de ocupar un cargo en el ayuntamien­to o jubilarse

- JOSÉ MARÍA CARRASCAL

E Lmás amplio y profundo estudio sobre el tema, tres volúmenes y quince años entrevista­ndo a todo tipo de reclusos en cárceles norteameri­canas, es ‘The Criminal Personalit­y’, del doctor Samuel Yochelson, para llegar a la conclusión de que el delincuent­e no nace, sino que se hace, y no por el medio en que vive, sino por naturaleza. Se trata de un narcisista, más listo que inteligent­e, que se cree superior a los demás. Mentiroso compulsivo, no sólo engaña a los demás, sino también a sí mismo, lo que termina, la mayoría de las veces, dando con él en la cárcel.

Me he acordado de estas y otras caracterís­ticas al leer a Otegi declarar que «tenemos a 200 dentro, Y tienen que salir de la cárcel. Si para eso hay que votar los Presupuest­os, pues los votamos. Así de alto y claro lo decimos». Para decir al día siguiente, al darse cuenta de que había descubiert­o su trato con el Gobierno: «¿Pero alguien puede creer que cambiamos presos por Presupuest­os?», como si hubiese sido una broma, cuando su sentido del humor es nulo. Aunque pudiera ser que, con las cárceles cedidas al Gobierno vasco como hoteles para los etarras aún presos, quiera otras cosas.

Mis lectores son testigos de que desde el día que ETA anunció el fin de la ‘lucha armada’, celebrado como si fuera un triunfo sobre el terrorismo, dije en estas mismas páginas que ETA no había sido derrotada. Si dejaba de matar era porque ya no lo necesitaba. Con sus tiros en la nuca, bombas bajo los coches, voladuras de edificios, secuestros y otras tropelías, lo que Arzallus calificó irónicamen­te como «sacudir el árbol para que otros recogieran las nueces», en realidad era amedrentar a la entera sociedad vasca. Los que pudieron salieron, los demás callaron. Mientras los gobiernos españoles combatían aquel ataque cobarde, enterraban muertos y apaciguaba­n a la bestia, hasta legalizar su ‘brazo político’.

¿Para qué necesitaba ETA seguir matando si los principale­s objetivos estaban alcanzados? Más, cuando el terrorismo se había ganado a pulso el repudio mundial, tras atentados espectacul­ares, y Francia había dejado de ser un santuario para ella. Había llegado el momento de decir adiós a las armas, ocupar un cargo en el ayuntamien­to o jubilarse entre el aplauso de sus conciudada­nos.

Los muertos que mató ETA están todos bajo tierra, mientras los de ETA falleciero­n por enfermedad, aunque algunos fueron víctimas de sus propias bombas. Lamentar, como Otegi, el dolor causado, sin llamarles crímenes, ni ayudar en los aún por esclarecer, ni exigir que cesen los homenajes a los exencarcel­ados «no ayuda a la democracia», como dice Bolaños, sino el infame cambiar de acera al cruzarse con un familiar de las víctimas, que ni a su antecesor en el triste cargo, Iván Redondo, se le hubiese ocurrido

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