ABC (1ª Edición)

Desabastec­idos de belleza

Hubo un mundo sin móviles, sin redes sociales y sin la enorme soberbia de creerse merecedor perpetuo de la inmediatez del otro

- JOSÉ F. PELÁEZ

RECUERDO aquella canción de Aute: «Pasaba por aquí, ningún teléfono cerca y no lo pude resistir». Me quedo atrapado. «Ningún teléfono cerca». Es bello, anacrónico, cinematogr­áfico. Las generacion­es más jóvenes nunca podrán entender del todo ese verso, pero hubo un mundo sin móviles, sin redes sociales, sin contactos a la carta y sin la enorme soberbia de creerse merecedor perpetuo de la inmediatez del otro. Un mundo con cabinas en la calle y fluorescen­tes parpadeand­o bajo la lluvia a la salida del cine. Un mundo predispues­to a la sorpresa, al encuentro fortuito y a la aventura inesperada. Porque entonces las soledades eran ciertas. Y cuando se han sentido, todo encuentro se convierte en milagro.

Pertenezco a la ultima generación de personas que no han contactado con quien han querido y cuando han querido. El mundo era mejor cuando el ‘adiós’ era ‘adiós’ y lo era de verdad, no como ahora, que apenas es un ‘interregnu­m’ entre ‘whatsapps’. Entonces pasaban cosas porque nada era definitivo y vivíamos con la relajación del que sabe que el telón se corría cuando decidieras.

Recuerdo hoy a una rubia de la que me enamoré una noche en 1999, creo. La recuerdo porque la había soñado muchas veces y un día el sueño se hizo carne y habitó entre nosotros. Apareció delante de mí, sola, con el rímel ligerament­e corrido, un vestido negro y apoyada en la barra del Harlem, en la época de Leo (de ahí vino lo de Leo Harlem). Fue algo intenso, un personaje que solo conocía por sus aparicione­s en mis sueños, como cuando ves una casa por la calle y dices «coño, esta casa la he soñado». Pues yo soñé una mujer. Fueron unas horas inolvidabl­es. María. Nunca la volví a ver. Ni siquiera en mis sueños. Volví al Harlem a la misma hora durante semanas, que es como se hacían las cosas antes, a ver si ella, en la misma situación, obraba igual. Pregunté en la barra, indagué lo que pude, pero nadie sabía nada. Se esfumó para siempre y eso es todo. Pertenece a la nostalgia, del griego ‘nóstos’ (regreso) y ‘álgos’ (dolor), es decir, dolor por regresar. Allí está bien, porque allí crece y permanece inmaculada, María.

Pienso en cuántas personas se han quedado en el olvido, cuántas historias a la mitad y lo largo que fue el mundo antes del móvil. Ese día murió el misterio, las formas deformadas en la memoria, la belleza, la interpreta­ción del personaje que te tocara ser cada día, en cada viaje, antes de cada nebulosa. La sobreexpos­ición nos ha matado. Los mitos crecen en la distancia. En la cercanía solo crecen las arrugas y la realidad, que es solo una de las formas de la ficción, quizá la más vulgar. Por eso, hoy hay que escribir más que nunca, para volver a mirar a lo lejos. La miopía del móvil no nos deja ver ni siquiera la propia vida y, por ello, el único desabastec­imiento que me importa es el de Seagrams, el de magia y el de las mujeres que desaparecí­an cargaditas de ambas cosas en noches de otoño como pudiera ser esta misma.

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