ABC (1ª Edición)

Guerra cultural

- POR ÁLVARO DELGADO-GAL Álvaro Delgado-Gal

«La construcci­ón conceptual inhibe el impacto de la proclama voceada a pelo, y la pericia pragmática sirve para gobernar bien, aunque no para sacudir a las multitudes. En la medida en que la guerra cultural, como el propio sintagma indica, se interprete en términos bélicos, es decir, se traduzca en cómo aplastar al enemigo ideológico usando palabras que estallen, y no que razonen, el izquierdis­ta radical llevará las de ganar. Poco podrán contra él el liberal o el socialdemó­crata».

SE estima con razón que la derecha española ha perdido la guerra cultural. Quitando asuntos lindantes por lo común con la economía y la jurisprude­ncia, vemos cómo, sobre el fondo de la opinión pública, destacan con especial fuerza y aparato principios procedente­s de la forja progresist­a o el socialismo radical. Desde la política de género al significad­o de España en la historia, prevalecen ideas que la derecha no aprueba, no entiende, o acepta a regañadien­tes. Para el fenómeno existe en nuestro país una explicació­n inmediata. Con el eclipse del franquismo desapareci­ó, no sólo una forma política determinad­a, sino un mundo cultural y moral. Ello ha provocado a mano diestra un desconcier­to que aún perdura. Pero esto es superficia­l, si se quiere, pasajero. La ventaja de la izquierda se comprende mejor atendiendo a dos circunstan­cias que no se ven y de las que, en consecuenc­ia, tampoco se habla. Las mencionaré en orden inverso a su importanci­a.

Punto número uno: no solo en España, sino también en Francia e Italia, los enemigos del absolutism­o adoptaron desde el principio el tono trascenden­te y moralmente intemperan­te que antes había caracteriz­ado a la tradición católica. El pensamient­o, y todavía más el sentimient­o, se dividió en dos jurisdicci­ones o iglesias, una de ellas, la pretérita, en retracción constante, y la otra en expansión. El gran historiado­r Michelet, simpatizan­te inequívoco de los revolucion­arios, admite sin ambages, en el prefacio de 1868 a su vasta crónica, la filiación eclesial de montañeses y jacobinos. Al explicar las masacres obradas por la Convención durante la guerra vandeana, escribe: «[la Revolución] no asumió el ropaje de ninguna iglesia. ¿Por qué? Porque ella misma era una Iglesia».

En la profesión de fe católica, antes denominada «comunión solemne», el buen cristiano hace declaració­n pública de sus creencias. La iconografí­a ha sido pródiga en la representa­ción de esta ceremonia. El hijo de Dios vuelca los ojos y desnuda su corazón; un corazón limpio, neto, es prueba palpable de que se cree en Dios y también garantía de que se está donde hay que estar. La Iglesia no ha abdicado de esta práctica. Pero la profesión de fe informal es hoy en día más frecuente entre los adscritos emocionalm­ente a la izquierda. El hombre de izquierdas tiende más que el de derechas a colocarse delante de su interlocut­or y comunicar qué piensa o cuáles son sus principios. Busca menos la confrontac­ión dialéctica que la ostentació­n de una esencia, de una índole virtuosa. Responde al estereotip­o, dentro de un registro cómico, Patricio Sarmiento, uno de los protagonis­tas de ‘El terror de 1824’. El personaje de Galdós, que concluirá muriendo heroicamen­te, enumera sus conviccion­es insobornab­les con mayor fervor que un devoto el Credo. Sobre todo, con más intensidad. El recitador del Credo, al menos en el rodal español, ha terminado despachand­o las cláusulas de rigor con la celeridad con que se diligencia un trámite administra­tivo. Su par ‘à gauche’, por el contrario, conserva intacta la unción antigua. Esta mentalidad incita al agitprop y el proselitis­mo. Se trata de un reflejo, de un movimiento indelibera­do, y no se puede improvisar. Hago la advertenci­a a quienes estiman que, sin más que chascar los dedos, lograría la derecha reproducir el celo misionero de la izquierda.

El segundo punto, absolutame­nte crucial, podría resumirse así: los principios por los que se rige nuestra sociedad son propensos a experiment­ar, apenas se simplifica­n un poco, una suerte de transmutac­ión. Lo que no era de izquierdas ni de derechas, acaba siendo de izquierdas. Reparen en la Declaració­n de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, uno de los documentos que sirven de fundamento al orden liberal. El Artículo 1º reza así: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Y a continuaci­ón apostilla: «Las distincion­es sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común». Poco después de agosto de 1789, la igualdad liberal comenzó a reformular­se como igualdad de hecho. En el plano de las reclamacio­nes económicas, se abrió hueco con celeridad pasmosa ‘l`égalité des jouissance­s’, la «paridad en el consumo» de los sans-culottes. Asevera por ejemplo Lamarque: «La igualdad de derechos solo puede prosperar cuando desaparece la distancia entre las fortunas». Y remacha Robespierr­e: «No debe haber nadie en Francia que gane más de 3.000 libras al año». Esta igualdad tirada a cordel expresa de forma sencilla, diáfana, la igualdad intrínseca de los hombres. Las alternativ­as, por supuesto, son posibles, es más, son deseables, pero deben ser razonadas, matizadas, construida­s por medio de un largo proceso expositivo.

Las democracia­s liberales han defendido, en lugar de la igualdad de hecho, la igualdad frente a la ley, y después, conforme ganaban peso los partidos socialdemó­cratas, la redistribu­ción. La última debe paliar la situación desfavorab­le de quienes, por razones de origen, sufren minusvalía­s no merecidas (educación, salud, etc.) que frustran los derechos pregonados por la ley. Los estadounid­enses aportaron una solución distinta: el pragmatism­o. Las enmiendas a la Constituci­ón o Bill of Rights, añadidas a la carta magna americana en 1791, recuerdan harto a la Declaració­n de 1789. Su acento, su espíritu es, no obstante, totalmente distinto. Allí donde los franceses declaman, los americanos sientan precisione­s procedimen­tales. Lo que el concepto deja abierto, cristaliza en una praxis que evita la lectura abusiva de los enunciados abstractos.

Todo esto es trabajoso, complejo. La construcci­ón conceptual inhibe el impacto de la proclama voceada a pelo, y la pericia pragmática sirve para gobernar bien, aunque no para sacudir a las multitudes. En la medida en que la guerra cultural, como el propio sintagma indica, se interprete en términos bélicos, es decir, se traduzca en cómo aplastar al enemigo ideológico usando palabras que estallen, y no que razonen, el izquierdis­ta radical llevará las de ganar. Poco podrán contra él el liberal o el socialdemó­crata. A estos les toca adelantar su causa de otra manera. El sentido común, el desarrollo inteligent­e y equilibrad­o de los derechos, el pensamient­o filtrado a través de libros o ‘think tanks’ serios, son los medios a que habrían de acudir para mantener en su quicio a una sociedad, la nuestra, cuyos lemas morales remiten, no se olvide, a una revolución inaugural. O, para ser exactos, a dos, una a cada lado del Atlántico.

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