EL INTRIGANTE CASO DE LOS PSEUDÓNIMOS LITERARIOS
La escritora Carmen Mola era en realidad una trinca de hombres, desveló el premio Planeta. ¿Jugar al escondite con un falso nombre responde a motivos oscuros? Lo han hecho Dumas, Mary Shelley, Fernán Caballero, J.K. Rowling, Banville, Eslava Galán... no siempre por malditismos. Hay historias de heterónimos que acaban bien
El reciente premio Planeta tuvo algo de espectacular truco de magia al desvelar que, tras el pseudónimo de Carmen Mola, se agazapaba una trinca de hombres, una Santísima Trinidad de escritores deudores del exitoso modelo de Hollywood: equipos de guionistas colaborando a pachas.
Con la firma de Carmen Mola, Alfaguara había publicado una trilogía de novelas negras cosechadora de grandes ventas, entre otras cosas, por una potente campaña mercadotécnica que avivaba el misterio de quién se escondía tras ese nombre ficticio. Y como ella resultó ser él — o mejor dicho, ellos—, llegó el escándalo. Alguna librería especializada en escritoras, indignada con la revelación, subió a las redes sociales un vídeo con la brusca retirada y empaquetado de las novelas de Carmen Mola para ser devueltas a la editorial. Una ejecución de la pena de destierro.
¿Los pseudónimos en literatura son necesariamente bombas de relojería? ¿Jugar al escondite con un falso nombre responde a motivos oscuros? ¿Los grandes autores canibalizan el talento ajeno? Depende.
De chico, en mi ciudad olivarera, leía enviciado a Julio Verne y a Alejandro Dumas. Éste último era un ‘bon vivant’, un portento narrativo y un aprovechado. Fue un mulato que tuvo a sus órdenes a unos setenta ne
gros literarios. Contrató a un nutrido equipo de escritores que le buscaban temas, urdían tramas, acopiaban información, pergeñaban personajes y esbozaban descripciones.
Después, Dumas pulía el trabajo, unificaba la voz narrativa, confería solidez a los protagonistas, pisaba el acelerador en los diálogos y se ocupaba de las escenas de acción. Su principal y mejor negro, Auguste Maquet —ayudante en ‘Los tres mosqueteros’ y ‘El conde de Montecristo’—, trabajaba catorce horas diarias encadenado como un galeote a la mesa hasta que, resentido por su anonimato y la celebridad de su patrón, le exigió figurar como coautor en las novelas y una parte de las ganancias de las ventas, y lo llevó a juicio. Su señoría condenó a Dumas a indemnizar a Maquet, pero la exclusividad de la autoría quedó reservada al famoso novelista. Tras la sentencia, ambos continuaron escribiendo, pero Maquet nunca alcanzó reconocimiento y la genialidad de Alejandro Dumas se fue apagando y enfriando, como un sol metido en la nevera.
Si escribiese este reportaje en Francia, su Ministerio de Cultura consideraría inapropiada la expresión «negro literario» (a pesar de su uso corriente en el habla), me apercibiría y recomendaría cambiarla por el anglicismo «escritor fantasma», tal y como dejó establecido el ministerio galo en 2018. Pero como soy reacio a las intromisiones burocráticas en el lenguaje, trabajo en España y me fío del trabajo serio de la RAE, renuncio al trueque lingüístico. Aunque también me gusta ese concepto en inglés del escritor a sueldo invisible, recubierto con una sábana con dos agujeros para los ojos.
Roman Polanski dirigió el interesante thriller ‘El escritor’ ( ‘The ghost writer’), donde el actor Pierce Brosnan encarna a un ex primer ministro inglés –trasunto de Tony Blair,– que recurre a los servicios de un eficaz narrador para que le escriba sus memorias. Churchill no sólo redactaba sus emocionantes e históricos discursos, sino que escribió una historia de la Segunda Guerra Mundial que le valió el premio Nobel de Literatura. Está claro que ese fatuo y egocéntrico ‘expremier’ de ficción no tiene el talento churchilliano, pero consolémonos, también en la realidad hay presidentes del Gobierno que perpetran chanchullos similares en sus tesis doctorales y libros autobiográficos.
El mayor misterio literario
Las cosas como son: las mujeres escritoras acumulan una abultada historia de injusticias en el campo literario. Desde el siglo XIX hasta… ¿cuándo coloco la piedra miliar?
En la España decimonónica sobresale Cecilia Böhl de Faber, que escogió el pseudónimo de Fernán Caballero para publicar. Hija de un culto cónsul alemán y de una aristócrata española, se crió en el extranjero y recibió una esmerada educación. Es llamativo que medio siglo antes, en Inglaterra, Jane Austen editara sus novelas con su nombre, lo que indica un fermento de ideas avanzadas inexistente en la España isabelina, cuando Cecilia opta por enmascararse tras un pseudónimo masculino para sus novelas moralizantes, reivindicativas de un temprano ecologismo y de un feminismo enmarcado en el catolicismo social de la época.
De todas maneras, tampoco todo el Reino Unido era orégano, porque cuando en 1818, Mary Shelley (contemporánea de Jane Austen), escribe ‘Frankenstein’ a la increíble edad de 18 años, el libro será publicado como anónimo y con un prólogo de Percy Shelley, su marido, por lo que todos pensaron que la terrorífica novela la había escrito él. Cuando años después, en posteriores ediciones, Mary reivindicó por escrito la autoría, muchos no creyeron que una mujer hubiese sido capaz de alumbrar una historia tan colosal. Por cierto, tan obra maestra es la novela –de actual y rotunda modernidad– como la hipnótica película de 1931, protagonizada por un Boris Karloff que caminaba como debió de hacerlo Lázaro recién resucitado.
El cine de José Luis Garci lo divido en dos: o me gusta mucho o una barbaridad. La melodramática ‘Canción de cuna’, con algunas escenas inspiradas en la luz de los cuadros de Vermeer, pertenece al segundo grupo. La película se basa en la obra de teatro de Gregorio Martínez Sierra, estrenada en 1911. Rectifico. Me he precipitado. La pieza teatral la escribió su mujer, María de la O Lejárraga, autora del porrón de obras que le dieron éxito y dinero a su marido, quien se limitaba a montarlas y dirigirlas mientras eran
editadas con su nombre. El caso de María Lejárraga es el mayor misterio literario español del siglo pasado. Fue una mujer culta, decidida, activista del feminismo desde los años veinte y diputada socialista en las Cortes republicanas de 1933, pero incluso cuando su marido se separó de ella para mantener una relación amorosa con una famosa actriz, seguía ejerciendo de negra literaria de su ex, sometida a una dependencia emocional, a un enganche sentimental incapaz de cancelar.
Una película que aborda un tema parecido es ‘La buena esposa’ (’The wife’), con la inmejorable y sobria interpretación de Glenn Close, actriz de arrebatadora sensualidad. El filme narra la historia de la concesión del Nobel de Literatura a un célebre escritor aclamado por la crítica que viaja a Estocolmo a recoger el premio. El atónito espectador irá descubriendo que es la mujer quien escribe todas las novelas de su marido, un literato mediocre y un hombre vanidoso, manipulador e infiel, convencido de que, en el fondo, es su personalidad la que redondea una obra de fama mundial.
Un último caso de escritora de celebridad estratosférica con polémica en la mochila es J. K. Rowling. Cuando a mediados de los noventa la editorial Bloomsbury decide publicar ‘Harry Potter y la piedra filosofal’, el editor le indicó a la escritora novel que firmase con iniciales, persuadido de que un nombre femenino no sería buen reclamo literario. Bien, cuando la multimillonaria autora finalizó la saga del niño mago, para demostrar que también podía escribir para adultos, decidió probar fortuna con la ficción ‘noir’ y publicó varias obras con el pseudónimo masculino de Robert Galbraith, obteniendo famélicas ventas hasta que ¡abracadabra! desveló que se trataba de ella, lo que propulsó como un cohete las cifras de libros vendidos.
Sin embargo, el año pasado, J. K. Rowling, con motivo de un irónico tuit suyo sobre la menstruación, fue acusada de transfobia, de «feminista radical que excluye a los trans» por defender que el sexo biológico de las personas es real y «no una ilusión». Se desató contra ella una campaña mediática que exigía no comprar sus libros y boicotear su comercialización, incluso destacados miembros de diversos club de fans de Harry Potter se ofendieron y borraron de internet las fotos y enlaces de la escritora, en una versión digital de la ‘damnatio memoriae’ romana. La última paletada de carbón a la caldera (perdón, la próxima vez buscaré una metáfora descarbonizada) es la quinta novela de la serie policiaca firmada como Robert Galbraith, pues el antagonista es un asesino en serie que se traviste para matar, lo que ha generado airadas acusaciones de que la escritora, erre que erre, estigmatiza al colectivo trans.
En literatura y en otros terrenos de las Humanidades, la corrección política deriva en un apostolado del fanatismo, pero no se trata de un problema de incultura, sino de mutación de mentalidades, de intolerancia inflada con anabolizantes de superioridad moral.
Pero vayamos con historias de pseudónimos que terminan bien, donde no hay malditismo.
Nicholas Wilcox
Del prolífico irlandés John Banville, premio Príncipe de Asturias de las Letras 2014, me he chupado la totalidad de su obra. Constituye un ejemplo singular de desdoblamiento literario no conducente a la esquizofrenia. Con su nombre firma novelas caracterizadas por una densa voz narrativa y una compleja estructura; y con el pseudónimo Benjamin Black publica novelas negras de ágil y bello estilo que me gustan aún más que las otras y que él dice escribir para desengrasar, por pura diversión.
Como curiosidad, el periodista alcarreño Antonio Pérez Henares toma prestado su segundo apellido del río que atraviesa Guadalajara, su provincia natal. Siempre ha firmado así sus trabajos periodísticos y libros, salvo en una ocasión que, curiosamente, usó su nombre real, Antonio Pérez Gómez, por razones del corazón: como homenaje a su madre y a su abuelo materno.
El planetario Juan Eslava Galán publicó varias novelas históricas con el heterónimo de Nicholas Wilcox: inventó la divertida biografía de un inglés, en las solapas de los libros figuraba la foto en escorzo de su hermano –pelirrojo con pinta de británico–, y para continuar la broma, en las páginas interiores el propio Juan figuraba como traductor del inglés al español. Él se tomó aquellas novelas como un experimento, pues temía defraudar a sus lectores habituales al concebirlas como ‘best sellers’ repletos de jeringazos de humor y narrativa veloz como un galgo. Para su sorpresa y regocijo, los libros de Wilcox sobrepasaron en ventas a algunos de los firmados por él mismo, y el jiennense, como Groucho Marx en la locomotora, gritaba «¡Es la guerra! ¡Traed madera!» y, sentado ante el ordenador, escribía y sonreía, socarrón, con aspecto de basileus satisfecho. Salieron de imprenta cuatro novelas, y no hubo más porque una revista literaria recibió el soplo de la verdadera identidad y preparó un reportaje especial. Eslava Galán, enterado de que iban a levantar la liebre, le dio jaque mate a Nicholas Wilcox con una insólita jugada: le pidió a su amigo Arturo Pérez-Reverte que adelantara la noticia. Y el académico cartagenero, en un memorable artículo en ‘XLSemanal’ reveló quién era en realidad el autor de ‘La lápida templaria’.
Al recordar aquello, Juan Eslava me dijo hace unos días:
—¿Sabes? Lo que más siento es que defraudé a una persona. —¿A tu editora?
—No. A una enfermera. La mujer, en una firma de libros me confesó que, tanto le gustaron los libros de Nicholas Wilcox, su biografía y su foto, que durante años fue su amor platónico.
Cuando acabó la saga de Harry Potter, J. K. Rowling decidió probar fortuna con la ficción ‘noir’ y publicó varias obras con el pseudónimo masculino de
Robert Galbraith, obteniendo famélicas ventas hasta que desveló que se trataba de ella, lo que propulsó como un cohete la venta de sus libros