ABC (1ª Edición)

La maldición de Halloween

Este año llamarán a la puerta más fantasmas que nunca: la luz, la gasolina...

- ALBERTO GARCÍA REYES

Nunca he entendido por qué una calabaza da susto. Me parece que da mucho más miedo Otoniel estampando su pulgar en la ficha policial con esa serenidad de asesino sonriente. Si al perro que tiene dinero se le llama ‘señor perro’, al que infunde terror hay que llamarle ‘señor don perro’. Todas las calabazas con telarañas del mundo unidas no valen lo que una mirada plácida del heredero de Escobar mientras arrastra descalzo las herropeas. Incluso Otegi da más jindama que el bochorno importado de Halloween, la fiesta en la que la sangre impostora se acaba corriendo de la boca con el segundo trago de cubata. Pero tengo que reconocer que este año estoy achantado con los vampiros de plástico. Este juego yanqui de las fantasmago­rías pueriles me tiene durmiendo con un ojo abierto desde hace unos días porque, aunque no soy nada superstici­oso, siempre salgo de la cama con el pie derecho, nunca piso losetas rojas, jamás paso por debajo de una escalera, me persigno si se me cae la sal, mato al que abra un paraguas dentro de casa y si el reloj se me queda parado lo tiro por la ventana. Por si acaso. Yo no creo en las brujerías, válgame Dios, y menos aún en los caprichos del demonio, pero es que últimament­e pasan cosas que suenan a trompeta del apocalipsi­s. Me tienen tiritando en un rincón los fantasmas del momento: la luz, la gasolina, el gas, la nueva variante del Covid, las estantería­s vacías de los supermerca­dos ingleses, el simulacro de apagón en Austria, la inflación... Que viene el coco.

Hasta ahora, lo que más miedo me había dado en mi vida había sido un toro de Gabriel Rojas que se me paró en un camino y un astroso con el mono que me sacó una jeringuill­a en una calle sin farolas. Bueno, firmar la hipoteca también, pero ese es un miedo largo, no súbito. Halloween me ha parecido siempre una gilipollez. Menos disfraces de zombi y más limpiar la tumba de vuestro abuelo. Pero este año detecto una maldición rara en el ambiente y confieso que como me toquen el timbre en los primeros minutos de noviembre, abro la puerta con un hacha cagándome en los muertos del fin del mundo.

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