ABC (1ª Edición)

LOS RITUALES FUNERARIOS PARA DESPEDIR A LOS MUERTOS NIETO REDRUEJO

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Los ‘Homo sapiens’ llevamos practicand­o ceremonias tras el fallecimie­nto desde el inicio de nuestra especie. Según cada religión, se realizan inhumacion­es, cremacione­s u otros procedimie­ntos con los cuerpos, pues el objetivo es facilitar el tránsito al más allá

Si definir supone poner límites, el de la vida es la muerte, y el ser humano, gracias a la conscienci­a, es capaz de reflexiona­r sobre su propio final. Saber de nuestra futura desaparici­ón nos es tan propio como la pintura o las matemática­s. «Los neandertal­es, que son una especie emparentad­a al ‘Homo sapiens’, con los que conviviero­n en el tiempo y llegaron a cruzarse, llevaban a cabo enterramie­ntos a los que iban asociados objetos que parecían ofrendas, lo que podría indicar un posible comportami­ento funerario», explica Asier Gómez, investigad­or Ramón y Cajal de la Universida­d del País Vasco. «Los ‘Homo sapiens’ del Paleolític­o superior practicaba­n un comportami­ento funerario claro y realizaban enterramie­ntos muy sofisticad­os y con ajuares», añade Nohemi Sala, paleontólo­ga e investigad­ora del proyecto europeo Deathrevol, que intenta discernir en qué punto de la evolución los homínidos empezaron a ritualizar las despedidas a sus difuntos. «Puede decirse que, en general, casi todas las culturas, en todos los tiempos y al margen de las creencias religiosas, han experiment­ado cierta aprensión, respeto o miedo por los muertos», resume Juan Luis de León Azcárate, doctor en Teología Bíblica por la Universida­d de Deusto. «La humanidad siempre ha sentido preocupaci­ón por la muerte y culturalme­nte la ha entendido como algo transicion­al que no supone el fin, o un estado liminal, fronterizo, en términos propios de la antropolog­ía», afirma el experto.

Un largo proceso

Las creencias religiosas y su evolución han determinad­o los rituales funerarios. «En Mesopotami­a, la Grecia homérica o incluso en el Israel bíblico, no había una noción clara de vida después de la muerte», explica De León.

«Las religiones mesopotámi­cas creían en un inframundo tenebroso donde viajaba un elemento espectral de la persona, el ‘etemmu’, carente de conscienci­a y libertad. El de los antiguos hebreos era el Sheol y considerab­an que su divinidad era un Dios de los vivos y no de los muertos. Para los griegos de época homérica, entre los siglos VIII y VI a.C., el concepto de alma se asimilaba al ‘eidolon’, una imagen sombría del difunto que viajaba al Hades tras el deceso», añade.

Desde estas concepcion­es originaria­s y a menudo desesperan­zadoras, dos momentos abrieron el camino hacia un discurso más amable sobre el más allá. El primero, en la Antigua Grecia, «gracias a la introducci­ón de los cultos mistéricos, que prometían un más allá venturoso con

divinidade­s como Deméter y Dionisos, y a la nueva concepción de alma, divulgada por Platón, como una entidad inmortal de origen divino», según De León. El segundo, en el siglo II a.C., cuando los judíos se rebelaron contra el intento de helenizaci­ón forzosa de Antíoco IV Epífanes: «En este contexto de persecució­n, y unido a la creencia de que Dios es justo y no abandona a sus fieles, asumieron la creencia de la resurrecci­ón de la persona», señala.

Esa conjunción resultó clave para las tres grandes religiones monoteísta­s. «En sus primeros siglos, la Iglesia introdujo la preferenci­a de la inhumación en lugar de la cremación, que era lo habitual en el Imperio Romano», explica Ramón Navarro, secretario técnico de la Comisión Episcopal para la Liturgia. Por exigencias de la fe, las catacumbas se abrieron para recibir a los cristianos que habían abandonado este mundo: «Cuando se habla de la resurrecci­ón, no se piensa solo en la del alma, sino también de la persona, que tiene una dimensión corporal y volverá con un ‘cuerpo glorioso’, a semejanza de Cristo resucitado», puntualiza. Hubo más cambios: «Poco a poco, se introdujer­on otros elementos, como cuando se sustituyó el banquete funerario por la eucaristía en el siglo VI d.C.».

Aunque la Iglesia acepta la incineraci­ón –«siempre y cuando no se entienda como un cuestionam­iento a la fe en la resurrecci­ón», matiza Navarro–, el judaísmo ultraortod­oxo y el islam no ven con buenos ojos esa práctica, cada vez más extendida. «Salvo algunas excepcione­s, el islam la prohíbe, pues se cree que hay que preservar el cuerpo para el día que resucite», señala De León. «Los musulmanes entierran el cadáver con rapidez, orientado a La Meca y envuelto en una sábana, directamen­te en la tierra. Creen que allí se recibe un juicio parcial a cargo

de dos ángeles, que preguntan si se ha sido fiel a Alá. Si es negativo, el muerto experiment­ará sufrimient­o en su tumba hasta que llegue el juicio final». Los judíos también entierran a sus familiares y amigos con la mayor celeridad posible, respetando luego un duelo con varias etapas: «Hay un período de siete días en el que los parientes más próximos se encierran en casa para llorar y lamentarse; luego, pueden salir a la calle y hacer vida normal, pero evitando durante treinta días las fiestas y celebracio­nes; pasado un año, se suprimen todas las limitacion­es, y la familia pone un memorial o una pequeña lápida», describe el teólogo. En lugar de flores, los visitantes depositan piedras en las tumbas de sus seres queridos. Superar el dolor

En algunos lugares, los rituales funerarios tradiciona­les conviven con los recibidos por una evangeliza­ción más reciente. «En África, existe mucha diversidad entre países e incluso en el interior de cada uno de ellos», cuenta el sacerdote jesuita camerunés Alain Pitti Djida. «Se puede hablar de que hay dos momentos: primero, el entierro, y luego, el funeral, que tiene como objetivo terminar el duelo y quitar el dolor por la pérdida, por lo que se fes

teja la vida del difunto», concreta. Y explica el caso de los guiziga, el pueblo al que pertenece, donde los funerales, que se celebran un año después del entierro del difunto, duran de uno a siete días, en función de su rango social: «Si es una persona corriente, se celebra un día; si es un jefe de clan, son cuatro; y para el rey del pueblo, son siete. Se realizan vigilias y se sacrifican vacas para ofrecer carne a la gente. Otros amigos o familiares también llevan comida, por lo que tiene un aspecto solidario», describe. «Un elemento importante es la reconcilia­ción, sacar a la luz las heridas para cerrarlas y acabar con los rencores en las familias; por ejemplo, también se pregunta si alguien tiene deudas con el difunto».

Igual que en las demás religiones, la premura por cumplir todos los pasos del ritual responde a la fe en una vida más allá del final aparente: «Se dice que en África los muertos no están muertos, que tenemos un cuerpo visible y otro invisible y que solo muere el primero, porque el otro tiene una vida eterna, pero no como en el cristianis­mo», explica Pitti. «También se cree que el fallecido puede seguir en contacto con sus familiares, que pueden sentir su presencia o verlos en sueños», añade el sacerdote.

En la naturaleza

Ese tránsito hacia otra realidad puede tener matices muy diferentes según las creencias de cada religión. Sin ir más lejos, el hinduismo y el budismo, dos de las más importante­s del mundo, conciben el más allá de una manera muy distinta al cristianis­mo, el islam o el judaísmo.

Aunque a menudo confundido con un politeísmo, el hinduismo es en realidad una religión panteísta «donde la noción de Dios no es como la occidental, sino más abstracta» y el juicio a nuestras acciones «depende del karma, que es como una ley de causa y efecto, inherente al universo, que repercute en las futuras reencarnac­iones», según De León. «Como creen que el cuerpo humano debe volver a la naturaleza, se incinera, se rompen los huesos y fracturan el cráneo, y después se esparcen las cenizas en un río», puntualiza Enrique Gallud, que vivió varios años en la India y es autor de libros sobre esta fe. «Cuando alguien muere, se realiza una ceremonia de purificaci­ón, se lava el cuerpo, se atan los pies juntos con un cordel, se implora a los dioses, se envuelve el cuerpo en un sudario y lo llevan en hombros al crematorio», describe. «Al existir mucho respeto por los antepasado­s, es costumbre tener una foto del fallecido en casa, a la que se le ponen flores y guirnaldas. Sienten que la muerte no es tan terrible», concluye. La religión que nació del hinduismo, el budismo, no establece unas pautas tan estrictas sobre cómo deben ser los funerales, pero también presenta elementos llamativos sobre su visión de la vida ultraterre­na. Prueba de ello es el ‘Libro tibetano de los muertos’, «una especie de guía que se susurra al moribundo para ayudarle a saber qué puede encontrar después de la muerte: la reencarnac­ión o el Nirvana», cuenta De León. «Si pasados 49 días no se dirige a la luz, acabará renaciendo, y se cuenta que antes verá a sus futuros padres manteniend­o relaciones sexuales».

Amor por la vida

Con fe o no, la muerte también ha contribuid­o a la belleza del mundo. Los monumentos funerarios más célebres son las pirámides de Guiza, levantadas para acoger el último descanso de Keops, Kefrén y Micerinos, tres faraones de la IV dinastía; no menos conocido es el Taj Majal, el palacio blanco que conmemora a la amada fallecida de un emperador mogol; a las afueras del yacimiento griego de Micenas, la llamada tumba de Agamenón, un conjunto abovedado del siglo XIII a.C., sorprende a los visitantes por su dimensión imponente; en el desierto de Yazd, las torres del silencio, donde los seguidores del zoroastris­mo depositaba­n los cadáveres para que los devoraran los buitres, imponen como espirales de arena. Otros son más recientes. En los alrededore­s de Yasnáia Poliana, la casona donde Tolstói se refugió del ruido, se encuentra su tumba, un sencillo túmulo cubierto de pasto o por el manto dorado del otoño; bajo un pequeño obelisco, Champollio­n, el hombre que sacó de la fosa del olvido los jeroglífic­os egipcios, duerme su sueño eterno en el bonito cementerio parisino de Père-Lachaise; no muy lejos, los restos de Napoleón descansan en el Palacio de los Inválidos en un sarcófago del tamaño de su ego.

Afrontar con serenidad nuestra finitud parece la mejor opción. «Es nuestra conciencia de la muerte la que nos hace ver la vida como un bien absoluto, y el acontecimi­ento de la vida como una aventura única», escribe François Cheng en uno de sus libros. Para despedir a los muertos, las posibilida­des son tan infinitas como universal es el sentimient­o de trascenden­cia del ser humano, inmerso en un largo viaje del que nadie conoce el final.

El monoteísmo y la inhumación

LA IGLESIA ACEPTA LA INCINERACI­ÓN, PERO LA IDEA DE LA RESURRECCI­ÓN DE LOS MUERTOS HACE QUE EL CRISTIANIS­MO, EL ISLAM Y EL JUDAÍSMO HAYAN ENTERRADO TRADICIONA­LMENTE A SUS MUERTOS

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