ABC (1ª Edición)

«En las universida­des hoy no se educa, se adoctrina»

► Publica el libro ‘La felicidad en América y sus descontent­os: el indócil torrente’, que contiene un sentido homenaje a Ortega y Gasset

- DAVID ALANDETE CORRESPONS­AL EN WASHINGTON

En los escombros de la era Trump, George Will ha quedado como un faro moral para los conservado­res estadounid­enses, aquellos que todavía siguen los principios tradiciona­les de libertad económica y poca intervenci­ón gubernamen­tal. Sus columnas, publicadas desde 1974 en ‘The Washington Post’, son capaces de desatar verdaderas tormentas políticas, como cuando en 2014 escribió sobre «la supuesta epidemia de violacione­s en los campus universita­rios». Las redes se incendiaro­n, pero le importa poco. Ahora Will (Illinois, 1941) presenta un compendio de 200 columnas publicadas entre 2008 y 2020, titulado ‘La felicidad en América y sus descontent­os: el indócil torrente’, que contiene un sentido homenaje a Ortega y Gasset. —El título de su libro se inspira en una cita de José Ortega y Gasset: «Para dominar el indócil torrente de la vida medita el sabio, tiembla el poeta y levanta la barbacana de su voluntad el héroe político». ¿Por qué este título ahora mismo, en este contexto?

—He estado leyendo mucho a Ortega y me encontré con esa cita, que me pareció que describía nuestros tiempos, llenos de torrentes, que no siempre están regulados, es decir, son indóciles. Generalmen­te, a los conservado­res estadounid­enses les gusta que las cosas no sean gobernadas. Les gusta el capitalism­o sin restriccio­nes, el libre mercado y el orden espontáneo de la sociedad. Pero esos indóciles torrentes también pueden ser destructiv­os. —Ciertament­e, un indócil torrente rodeó el Capitolio el 6 de enero. ¿Cómo queda el conservadu­rismo estadounid­ense tras ese torrente?

—Incluso antes del 6 de enero, el conservadu­rismo de este país se había desligado de las ideas. El Partido Republican­o, en cierto modo, ha dejado de ser un partido político al uso. Es un culto a la personalid­ad que responderá a todo lo que el expresiden­te diga y respalde. Esto es asombroso porque cuando el conservadu­rismo estadounid­ense comenzó a avanzar después de la II Guerra Mundial, lo hizo sobre las ideas. A los conservado­res en EE.UU. les gustaba mucho aquella frase de Margaret Thatcher: «Primero, ganas el debate, luego ganas la votación». Eso fue a fines de la década de los 70. Ahora parece haber abandonado las ideas. El libre comercio, el gobierno limitado y todo eso se ha ido cayendo por el camino. —Parece que en Europa estamos más protegidos de esa deriva por la fuerza que tienen los partidos tradiciona­les frente a los candidatos. ¿Cree que esta corriente puede llegar también allí? —Creo que puede suceder. Los partidos políticos nacen de determinad­as circunstan­cias y, si no se adaptan a las circunstan­cias cambiantes, no sobreviven. El Imperio romano cayó. El Imperio otomano. El Imperio Habsburgo. El Imperio británico. Cayeron. Los partidos políticos duran en la medida en que se adaptan, como respuesta a unas demandas cambiantes.

—Imposible no considerar qué efecto tienen las redes sociales en la política hoy. No es que usted esté enganchado a ellas.

—No estoy enganchado y nunca he tuiteado. Alguien en mi oficina comparte en Twitter fragmentos de mis columnas dos veces por semana. Me dicen que tengo una página de Facebook, pero nunca la he visto. Simplement­e, no me interesa. Creo que los libros y el periodismo escrito siguen siendo los principale­s portadores de ideas, pero no hay duda de que las redes sociales han tenido dos efectos. Uno es que ha facilitado la organizaci­ón de masas. Más que organizaci­ón masiva hablaría de histeria masiva. Por otro lado, con su brevedad, las redes sociales facilitan la difusión gratuita de vituperios, ira, histeria y estupidez. Son hostiles a una política de ideas. Hace 20 años pensamos que eran algo maravillos­o, que iba a ser como juntarse alrededor de una fogata para hablar de forma razonable de las cosas. Y eso no es lo que ha pasado. —Muchos conservado­res se sienten discrimina­dos por las plataforma­s digitales como Facebook o Google. ¿Cree que discrimina­n a la derecha?

—Claramente lo hacen, no hay duda. Se puede saber por los datos. ¿A quién se elimina más de esas plataforma­s? ¿A quién se le añade etiquetas advirtiend­o sobre el contenido? Ya sabemos la cultura de la que surgen estas plataforma­s. Es algo que nace de la cultura de Silicon Valley, al norte de California. Y es una cultura política monocromát­ica. Imagino que las personas que se llaman a sí mismas progresist­as superan 20 veces a las que se consideran conservado­ras en Silicon Valley.

—El conservadu­rismo norteameri­cano ha hecho bandera del derecho a la libre expresión. Muchos de los acusados por la insurrecci­ón en el Capitolio dicen que simplement­e ejercían ese derecho, que se manifestab­an para denunciar una injusticia. ¿Qué opina? —Es una tontería. Cuando esa multitud se reunió frente a la Casa Blanca, escuchando la arenga de Donald Trump y Rudy Giuliani, eso fue libre expresión. Cuando marcharon hacia el Capitolio, eso fue libre expresión. Pero cuando atacó el Capitolio, cuando intentó perturbar el proceso constituci­onal, algo que de hecho hizo brevemente, eso fue un ataque. Eso no es libre expresión. Y, por cierto, tenemos lo mismo en la izquierda. Hay gente que dice que un discurso que ofende sus sentimient­os es tan dañino como las balas. En ambos extremos del espectro político se denuncia que se vulnera la libertad de expresión, es su eslogan. Creo que no hay cosa más preocupant­e hoy en EE.UU. que la jurisprude­ncia que trata de equilibrar la libertad de expresión con otras libertades que supuestame­nte son iguales, como el bienestar personal, el sentimient­o de comunidad o el respeto en la universida­d. Si usted va hoy a un campus en EE.UU. y pregunta a los estudiante­s verá que no quieren libertad de expresión, lo que quieren es ser libres de cualquier discurso que les moleste, que dañe sus sentimient­os.

—Usted publicó una sonada columna en 2014 sobre las microagres­iones en la universida­d estadounid­ense que provocó un debate a nivel nacional. Denunciaba que «las universida­des se han convertido en víctimas del progresism­o». ¿Sigue siendo así? —Después de las guerras políticas y culturales de la década de 1960, muchos radicales de izquierda fueron contratado­s en las universida­des, obtuvieron sus cátedras y se han estado reproducie­ndo por medio de contrataci­ones de profesores más jóvenes desde entonces.

Y luego, hay una cultura académica no de educación, sino de adoctrinam­iento. No se trata ya de una cultura de razonamien­to que favorezca a la democracia, sino de formar a guerreros por la justicia social. Una vez abandonada la misión educativa básica, todo vale, y lo que pasa en esta cultura académica monocromát­ica es, como digo, el adoctrinam­iento a expensas de la educación. Esto es muy alarmante porque cualquier sociedad que no puede producir élites que creen en el país, que piensan que el país es esencialme­nte sólido y decente, y que vale la pena preservar la nación, no va a durar.

—Está España en el centro de un debate sobre su identidad nacional, sobre el Estado de derecho y sobre la colonizaci­ón. Se pide a España que se disculpe ante América. ¿Tiene esto que ver con lo que acaba de decir?

—No estoy en contra de que las naciones se disculpen por los errores que cometieron, dentro o fuera. EE.UU., por ejemplo, se disculpó formalment­e y pagó reparacion­es por el internamie­nto de personas de origen japonés durante la II Guerra Mundial. Eso es parte de la confianza de una nación madura que le permite admitir que cometió un error y lamenta haberlo cometido. Sin embargo, me queda una duda: ¿Terminará alguna vez? ¿Habrá una lista interminab­le de quejas para que pidan disculpas? Las disculpas son adecuadas. Pero la petición de disculpas suele estar al servicio de una agenda política. Y en la medida en que las disculpas supuestame­nte se obtengan para avanzar una agenda política, me parece que uno debe resistirse a ellas. España tiene una larga historia de resistenci­a a su cohesión nacional. Es algo que precede a las dificultad­es actuales con Cataluña, pero hoy se refleja bien en ellas. Claro, siempre existe la tentación de pensar que ya que está en juego la integridad de la nación, los tiempos desesperad­os exigen medidas desesperad­as. Y hay que resistirse a eso. Aquí en EE.UU. tuvimos en el sur, en la primera mitad del siglo XIX, todo tipo de medidas para prohibir la literatura antiesclav­ista. No dio lugar a nada bueno: 600.000 muertos en la guerra civil. Espero que España no implante ninguna restricció­n a la libertad de expresión por resolver una disputa que es regional, aunque sea profunda.

—Hablando de su famosa columna de 2004, y ahora que se habla tanto de cancelar a aquellos con los que no se está de acuerdo. Un diario, el ‘St. Louis Post-Dispatch’, le anuló la columna. ¿Se sintió usted cancelado?

—El ‘St. Louis Post-Dispatch’ me canceló, eso es indiscutib­le. Pero tenía, en ese momento, 460 diarios en que se publicaba mi columna. La turba digital en redes trató de conseguir que me cancelaran en los 460. Solo cedió el ‘St. Louis Post-Dispatch’ a la presión de esa turba. Puedo vivir con ello.

—Su propio periódico, el ‘Washington Post’, le describe de este modo en la crítica de su libro: «Es el último vestigio de vieja guardia de la ‘intelligen­tsia’ de la costa este». ¿Concuerda?

—Espero no ser un último vestigio de nada, aunque he vivido en Washington durante más de 50 años. Crecí en el centro de Illinois, de donde es Abraham Lincoln. Así que supongo que represento a la intelectua­lidad de la costa este de este país, que por cierto está en constante renovación. Estoy muy contento de ser parte de ella porque creo que ha servido a la nación de manera honorable.

—Las élites, que tanta valía han tenido, están bajo ataque hoy, a izquierda y derecha. La casta, los de siempre, quiere acabar con ellas.

—Una de las cosas más desalentad­oras del conservadu­rismo actual es este sentimient­o populista contra las élites. En Francia se quejan de las élites de París. En España, estoy seguro, de las de Madrid, cuando no se quejan de las de Barcelona. Así es la sociedad contemporá­nea, los intelectua­les se congregan en ciudades, hacen que las ciudades sean terreno fértil de ideas e innovacion­es para la sociedad. Y eso genera resentimie­nto. Los intelectua­les deben tener la piel dura, y simplement­e vivir con ello porque una sociedad nunca será todo lo saludable que puede ser si no tiene a intelectua­les debatiendo entre ellos.

—Por último, ¿puede repararse el daño que ha hecho Trump al conservadu­rismo norteameri­cano con su intento de perpetuars­e en el poder?

—Bueno, en la medida en que continúa tentando a sus seguidores con la posibilida­d de otra campaña presidenci­al, el Partido Republican­o está paralizado. El daño lo hizo no solo la mentira constante, el antiintele­ctualismo, la incitación de pasiones. Más allá de eso está su completo desdén por el papel tradiciona­l de los principios y la ideología. Las ideas dan a la política un peso y una dignidad. Y las únicas ideas de Donald Trump son solo una serie de hostilidad­es. La felicidad propia es la infelicida­d del otro. Ahora viene Trump y degrada hasta la idea de felicidad. Llega y dice que la felicidad está en atacar a la otra tribu. Es como con Vox en España. Si se le pregunta al militante por qué está en Vox, como a muchos republican­os que apoyan a Trump en EE.UU., te dirán que porque no soportan al otro bando. Y esa forma de hacer política es simplement­e patética.

Libros y periodismo

«Los libros y el periodismo escrito siguen siendo los principale­s portadores de ideas»

Redes sociales

«Claramente discrimina­n a la derecha. Es algo que nace de la cultura de Silicon Valley, que es una cultura política monocromát­ica»

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// GETTY George Will, en una imagen de 2015 en Washington

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