ABC (1ª Edición)

Una mirada limpia sobre la caza

► Una mujer llena de agradecimi­ento a la vida, a sus amigos y a su familia, a las personas que la han acompañado en sus jornadas cinegética­s

- ARANTZA DEL BARRIO M.

Elegante en su reciente discurso con motivo del galardón recibido del RCM, alegaba que su verdadero premio había sido haber podido disfrutar de esos momentos vividos como cazadora en su ya larga trayectori­a por la vida buscando al corzo por sierras de Soria, aguardando al jabalí en noches de luna llena en los montes de Toledo, recechando al macho montés en Gredos y Beceite, o tras el venado en la Patagonia…, Pilar Aragonés demostraba su calidad como persona y como cazadora. Su amor por la naturaleza la ha llevado a interesars­e no solo por la caza, también por la botánica, la jardinería y la pintura de aquello que ve, cuatro aficiones que han llenado y reconforta­do su vida.

Pilar nació en Toledo y pasó temporadas de su infancia y juventud en el pueblo manchego de Marjaliza (Toledo) donde, de la mano de su abuelo –al que define como un personaje de Delibes, uno de sus escritores preferidos–, empezó sus andanzas en la caza menor. Madre de cuatro hijos y abuela de doce nietos, Pilar Aragonés se trasladó a Madrid al casarse, donde reside actualment­e; y siempre ha vivido entre su casa de la capital, una finca en un humedal manchego en Toledo con olivos y una casa solariega del XIX, cerca de Ocaña, y El Cerrón del Castillo de Prim, llamada así por haber sido la finca de recreo de este general –donde aún existe su castillo–, en Retuerta de Bullaque (Ciudad Real), con una casa construida por el conde de Yebes, arquitecto y escultor como pocos para ella, y en la que ha pasado largas temporadas rodeada de su jardín y su campo, amigos y familiares.

Cazadora ejemplar, considera que el mayor disfrute que le ha dado el campo y la caza ha sido el contacto con sus gentes, rehaleros, perreros, guardas… Y, entre ellos, su fiel Cavila –otro personaje de Delibes–, al que hizo un reconocimi­ento en su discurso por «nuestros silencios compartido­s». Julián Cavila fue empleado del negocio familiar y los fines de semana la acompañaba siempre en sus jornadas cinegética­s. Él había trabajado en una orgánica de caza menor y entendía el campo y la caza. «Pensaba como un venado –dice–, siempre sabía por dónde iba a entrar el venado, siempre acertaba y, por tanto, acertaba también yo (que no siempre)».

Altruista y humana, forma parte de asociacion­es de todo tipo porque las considera vehículos de mejora para cada sector. Entre sus logros, en jardinería haber conseguido cultivar hortensias en su jardín de El Cerrón, «maravillos­o milagro manchego» en palabras de un paisajista amigo. Y en cinegética, tras sus viajes por toda España, Argentina, África, Baviera…, dos récords de macho montés –el primero en 1978 en Beceite (Teruel) y el segundo, superando al primero, en Gredos, dos años después– y varios medallas de oro, entre los que recuerda el rebeco abatido en Picos de Europa en 1980 y el jabalí récord del año en Sierra Morena oriental en 1985. Sin olvidar su medalla al mérito en la caza concedida por la RFEC, también en 1980.

Una jornada especial

Pilar rememora una jornada especial de 1997 cerca del Parque Nacional Kruger, en el nordeste de Sudáfrica, una de las reservas de caza más grandes de África, antes del boom de los leones de granja… en lo que parece una escena de Memorias de África:

«Después de dos horas recechando siguiendo las huellas de un grupo de leones con mi hijo Pedro, el cazador profesiona­l que nos acompañaba y tres ayudantes más locales divisamos por fin un macho con cuatro hembras. En un momento que tuve a la vista al macho, le disparé y cayó. Pensé que lo había matado, pero se levantó y desapareci­ó. Las leonas habían salido corriendo al oír el disparo. Me dijeron que me quedara con uno de los locales y se marcharon corriendo todos. No me quedé, claro, salí corriendo detrás de ellos. Los encontré alrededor de un matón donde, escondido entre las chumberas, estaba el león herido. Ni rastro de las hembras. Estábamos callados, con las armas preparadas. De repente pensé que era peligroso, pues estábamos todos en semicírcul­o rodeando el matón. Y se me ocurrió decir, bajito: ‘‘Cuidado con los disparos’’. Pedro, que tenía mejor visión del animal, disparó en ese instante y se oyó un atronador rugido. Creímos que ya estaba muerto, pero entonces, el león, sensible a la voz humana, dio un salto impresiona­nte y se abalanzó hacia mí, que le disparé cuando estaba en el aire. El cazador me apartó justo en el momento en que el león iba a caer sobre mí, evitando que me aplastara. Cuando volvimos al campamento, otro de mis hijos, que estaba allí y había oído disparos, comentó: ‘Ya la ha liado mi madre’. Pasó el susto… y todos contentos».

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