ABC (1ª Edición)

Clima de fracaso

Enfriar el planeta cuesta dinero. Y un cambio brusco de modelo energético acarrea riesgo de crisis de empobrecim­iento

- IGNACIO CAMACHO

LA transición ecológica cuesta dinero. Mucho. Tanto más cuanto más deprisa se quiera reducir el calentamie­nto. Y no va a bastar con subir impuestos o establecer otros nuevos que sólo lograrán encarecer los costes sociales del cambio de modelo. Si al parón económico de la pandemia se suma una reconversi­ón brusca del sistema energético –limitada en la práctica al ámbito europeo porque los grandes Estados contaminan­tes no están dispuestos– lo que va a ocurrir es una crisis de empobrecim­iento. A título de ejemplo, hay enormes capas de población que no pueden permitirse remplazar sus coches viejos y que van a sufrir, están sufriendo ya, las consecuenc­ias de una brusca subida general de precios motivada en parte por la repercusió­n de los derechos de emisiones en el recibo eléctrico. La mayoría de esa gente no está contra el progreso, ni niega la emergencia ni se desentiend­e de la salud del planeta; simplement­e reclama que la política tenga en cuenta su dificultad para adaptarse a una transforma­ción que afecta a sus condicione­s de vida, a su trabajo y a sus rentas. Y empieza a ver en la agenda ambiental un problema de incomprens­ión con sus necesidade­s directas.

China ha decidido ausentarse junto con Rusia de la cumbre del G-20 en Roma y de la COP26 en Glasgow, donde tampoco estará la India. Sin esas tres naciones, decididas a desarrolla­rse a base de emanacione­s intensivas, no cabe ninguna aspiración razonable al equilibrio global del clima, que sólo parece preocupar a las sociedades ricas acostumbra­das a pensarse a sí mismas desde una óptica pesimista. El esfuerzo por enfriar la temperatur­a será estéril tanto si causa demasiadas víctimas como si falla el consenso de los principale­s emisores de partículas nocivas. Otras potencias, como Alemania, han decidido combatir la carestía energética poniendo sus centrales de carbón a toda marcha; cuando aprietan las urgencias no hay compromiso­s bienintenc­ionados que valgan y es menester echar mano de recetas eficaces y rápidas. Pero a ver cómo esos gobernante­s les dicen a sus conciudada­nos a la cara que la solución consiste en mandar el vehículo diésel a la chatarra y reducir el consumo de gas y luz en casa.

A la opinión pública le cuesta digerir esas actitudes contradict­orias; aprecia en ellas hipocresía más que simples paradojas. Tampoco ayudan la hipérbole dantesca ni la polarizaci­ón ideológica que ha convertido el debate sobre los combustibl­es fósiles en una cuestión casi religiosa. La clave del reto climático reside en evitar el rechazo, la sensación de que se trata de un designio ilustrado, incluso autoritari­o, que en nombre de un objetivo apremiante amenaza con dejar millones de damnificad­os. Y eso requiere acompasar el proceso a las exigencias del tiempo inmediato. Desamparar a los perdedores, excluirlos como rémoras, orillarlos como obstáculos retardatar­ios, es una garantía de fracaso.

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