ABC (1ª Edición)

La presidenci­a de Biden, con el rumbo perdido un año después de su triunfo

► Se desploma el apoyo al mandatario que llegó con la promesa de «salvar el alma de América» tras la era Trump ► Afganistán, el Covid y la inmigració­n, entre los asuntos que lastran la gestión del inquilino de la Casa Blanca

- JAVIER ANSORENA CORRESPONS­AL EN NUEVA YORK

La del 3 de noviembre del año pasado fue una noche electoral que duró casi cuatro días. La utilizació­n abundante del voto por correo, la igualdad entre Joe Biden y Donald Trump en varios estados y el desastre organizati­vo que lastra –de forma paradójica– a la democracia más establecid­a del mundo, no permitiero­n conocer el ganador hasta un sábado por la mañana. Los estadounid­enses habían ido a votar, como siempre, un martes.

Ganó Biden y parte de EE.UU. y del mundo respiró. El candidato demócrata prometió salvar «el alma de América», dejar atrás las turbulenci­as de Trump, coger el timón de un país atrapado en la crisis sanitaria y económica de la pandemia, reconducir las relaciones con los socios internacio­nales y sofocar la polarizaci­ón extrema que descose al país.

Biden, sin embargo, lleva diez meses a los mandos y el rumbo de su presidenci­a está perdido. Es probable que ni siquiera los más críticos con el veterano político, que este mes cumplirá 79 años, predijeran que la Casa Blanca de Biden hiciera aguas por tantos frentes: pandemia de Covid-19, bloqueo de su agenda legislativ­a en el Congreso, aumento de la violencia, niveles récord de entrada de inmigrante­s indocument­ados, el fiasco de la salida de Afganistán… La acumulació­n de problemas ha hundido a Biden en las encuestas. Su presidenci­a arrancó con buenos números de valoración, con la aprobación de un nuevo plan de rescate en el Congreso, con el despliegue de planes ambiciosos de gasto socioeconó­mico y en infraestru­cturas, el regreso de EE.UU. a una política convencion­al en materia exterior –buenas palabras con sus aliados tradiciona­les, reingreso en la OMS y en el Acuerdo de París–, pero sin cambiar la agresivida­d de Trump con China y, sobre todo, el desarrollo de una campaña de vacunación que dejaría atrás la pandemia. Su aprobación estaba siempre por encima del 50% y con picos del 55%, según el acumulado de encuestas de FiveThirty­Eight.

Pasaron los primeros seis meses en la Casa Blanca y las cosas comenzaron a torcerse. Pronto se vio que el gasto faraónico que Biden quería que aprobara el Congreso –en los planes iniciales, unos seis billones de dólares entre gasto social, clima e infraestru­cturas– se frenaba por la oposición en bloque de los republican­os y la deserción de algunos moderados demócratas. Al mismo tiempo, Biden incumplía sus propios objetivos de vacunación, con buena parte de la ciudadanía –sobre todo, en la base electoral más leal a Trump– opuesta a la inoculació­n: su promesa de que habría un 70% de inmunizado­s y que se podría celebrar la festividad del 4 de julio con total normalidad quedó incumplida.

La situación solo empeoró con la llegada de la variante Delta, que devolvió a EE.UU. a niveles de contagios y hospitaliz­aciones del invierno. La Administra­ción Biden empezaba a proyectar una sensación de incapacida­d e ineficienc­ia, que solo se multiplicó con la evacuación caótica y trágica de Kabul. Aquel capítulo deterioró la confianza de sus socios tradiciona­les –como la Unión Europea– con Washington, que ya venía tocada por el mantenimie­nto de pugnas comerciale­s nacidas con Trump y que se redobló con episodios como el acuerdo Aukus con Reino Unido y Australia, que marginó a Francia.

El fiasco de Afganistán

A finales de agosto, cuando Washington se esforzaba en sacar estadounid­enses de Afganistán, cuando ya era obvio que decenas de miles de aliados afganos se quedarían en tierra, y con el Covid disparado, ya había más estadounid­enses que suspendían a Biden que los que lo aprobaban. La prensa, incluso la menos feroz con el presidente, se llenaba de tribunas y columnas críticas con Biden. «A punto de otra presidenci­a fracasada», rezaba un titular de ‘The New York Times’. «Biden se enfrenta a una crisis de competenci­a», advertía la CNN.

El «verano cruel» de Biden, como lo calificaro­n algunos comentaris­tas, ya acabó. El drama de Afganistán desapareci­ó de las portadas y desde comienzos de septiembre la incidencia de Covid ha mejorado mucho. Pero los índices de aprobación de Biden siguen en caída. En octubre, solo el 42% de los estadounid­enses aprobaban la gestión de Biden, según la encuesta de Gallup. Con la excepción de Trump –el presidente con peores números–, es el índice más bajo en este momento de una presidenci­a desde que la encuestado­ra mide el dato desde mediados del siglo XX.

No solo se entiende por el hastío de la persistenc­ia de la pandemia, por la oposición furibunda en algunos sectores a sus planes de obligar a vacunarse a decenas de millones de estadounid­enses o porque todavía se sienta el efecto de las restriccio­nes en la economía. Quizá tenga que ver con una sensación de bloqueo y desgobiern­o en la que está embarrada la Administra­ción Biden. En una encuesta de la NBC de

la semana pasada, el 71% de los estadounid­enses aseguraban que el país no va por buen camino. Casi la mitad de los votantes demócratas tienen esa opinión, que solo puede ser un reflejo de lo que ocurre en el Congreso.

El frente común de los demócratas contra Trump hace un año propició la victoria de Biden en las presidenci­ales y el control de las dos cámaras del Congreso. Con el poder en sus manos, las grietas de los demócratas se han hecho aparentes. Las mayorías en la Cámara de Representa­ntes y, sobre todo, en el Senado son tan exiguas que apenas se pueden permitir defeccione­s (en la cámara alta, ninguna) para aprobar leyes.

Lucha fratricida

En esa situación, en lugar de impulsar una agenda reformista que contente a todos, las facciones izquierdis­ta y moderada se han enfrentado hasta el boicot mutuo. Dos senadores moderados –Joe Manchin y Krysten Sinema– han aguado los planes de gasto de Biden y han echado por tierra reformas clave como el establecim­iento de la baja de maternidad, que no está garantizad­a en EE.UU. La facción izquierdis­ta, por su parte, ha impedido que se apruebe la esperada ley de infraestru­cturas –con apoyo incluso entre republican­os–

El 71% de los ciudadanos considera que el país no va por buen camino, según una encuesta de la semana pasada

mientras que el gasto social y climático no tenga luz verde.

En todo ello Biden ha dado la sensación de inoperanci­a y de ser incapaz de cerrar esa división. Todo lo contrario que Trump, que amaga con presentars­e a la reelección en 2024 y que tiene bajo su control al partido republican­o. El asalto violento y trágico al Capitolio de enero de este año podría haber sido el canto del cisne del ‘trumpismo’, pero acabó por reforzar al multimillo­nario neoyorquin­o, que sacude a todo republican­o –cada vez son menos– que se atreve a cuestionar sus mentiras sobre el fraude electoral en 2020.

En cambio Biden se muestra de momento incapaz de meter en cintura a los legislador­es díscolos y no ha conseguido ninguna gran victoria legislativ­a que ofrecer a sus votantes. En aquella noche en Wilmington, el presidente electo prometió «sanar» y «unir» al país. Para su desgracia, la pandemia no se ha ido y ni siquiera ha sido capaz de poner de acuerdo a su propio partido. Un panorama preocupant­e de cara a las elecciones legislativ­as del año que viene, en las que los demócratas van camino de perder, al menos, el Senado.

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// REUTERS Biden sale del Air Force One para su reunión con Putin en junio

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