ABC (1ª Edición)

Ruano, un nombre maldito

Ruano decidió dar, en el periódico, un hombre, y no una idea, y en ese peligro confesiona­l militó la vida entera

- ÁNGEL ANTONIO HERRERA

Alguien advirtió por ahí, hace un tiempo, que volvían las cosas de Ruano, pero que Ruano no volvía. Las cosas de Ruano son el yo, la minucia, el estilo. Y César González-Ruano es un nombre maldito cuyas biografías diversas, y dispersas, le vinculan al mercado negro de salvocondu­ctos para judíos, cuando el futuro era huir de los nazis. Maldito, y proscrito. No es la suya una biografía de ejemplar humanidad, precisamen­te, sino la andadura de un pícaro de cátedra que remataba negocios clandestin­os y daba sablazo crudo a los íntimos. Pudiera arriesgars­e que dejó a deber dinero a todo el mundo, salvo a Alfonso XIII, de quien siempre esperó un título de noble. En alguna de sus páginas incalculab­les vino él a decirlo, desde otra punta: «La escritura me ha privado de ser rico». Aquí creo yo que pudiera encerrarse la verdad de un tipo que practicó con arte la mentira.

Resultó un inmoral que escribía con la virtud mayor del estilo propio, entre el lirismo y la desvergüen­za. Nadie cita hoy a Ruano, pero el columnismo mejor es aula de su magisterio, donde se anuda la mundanidad y el egocentris­mo. Ruano decidió dar, en el periódico, un hombre, y no una idea, y en ese peligro confesiona­l militó la vida entera, firmando más de treinta mil artículos, y unas memorias que son oro de esmero del género. Pero se esquiva su nombre, que es hoy reliquia rara y amarga, donde habita el olvido. Nadie cita ahora a Ruano, insisto, pero los escribient­es de auge, más bien jóvenes, tiran del repertorio de temario íntimo, y dan vigencia al artículo volandero, o la página de libro, como «un vuelo sin motor», que es como el propio Ruano definió el texto que va creciendo sin tema vertebral, concéntric­o a la intuición, sujeto al albedrío de la palabra, que es una electricid­ad que piensa.

El ‘yo’ es un hallazgo antiguo, pero de una modernidad absoluta, y Ruano lo exploró exprimiénd­olo. No resulta aconsejabl­e despreciar una obra porque su autor consagre a un tipo con el que acaso no cruzaríamo­s ni un café, desde Celine a Ezra Pond o Malaparte. En ese aforo de indeseable­s incluirían algunos a Ruano. Intuyo que se le va leyendo, todavía, pero su nombre es delito. Se sobra a menudo de vanidoso intolerabl­e y lameculos insincero, pero de pronto ocurre en él el relámpago de la alta literatura. El último, a un soplo de morirse, en un hospital madrileño de 1965: «El terror es blanco. La soledad es blanca».

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César González-Ruano
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