ABC (1ª Edición)

La regeneraci­ón moral de la sociedad

- POR SANTIAGO JÁUREGUI Santiago Jáuregui es doctor en Derecho y en Ciencias Políticas

«Sin una conciencia y sin una voluntad éticas, la actividad política degenera, tarde o temprano, en un poder destructor. Las exigencias éticas se extienden tanto a la gestión pública en sí misma como a las personas que la dirigen o ejercen. El espíritu de auténtico servicio y la prosecució­n decidida del bien común, como bien de todos y de todo el hombre, es lo único capaz de hacer ‘limpia’ la actividad de los hombres políticos, como justamente, además, el pueblo exige»

EN las últimas décadas se viene produciend­o una profunda crisis de la conciencia y vida moral de la sociedad española que se refleja también en la comunidad católica y que afecta no sólo a las costumbres, sino también a los criterios y principios inspirador­es de la conducta moral y, así, ha hecho vacilar la vigencia de los valores fundamenta­les éticos. En particular, los padres de familia percibimos con preocupaci­ón la ausencia de criterios morales válidos en sí y por sí mismos a causa de su racionalid­ad y fuerza humanizado­ra. Tales criterios, por el contrario, son sustituido­s de ordinario por otros con los que se busca sólo la eficacia para obtener los objetivos perseguido­s en cada caso, siendo desplazado­s en la conciencia pública desde el poder político, por la dialéctica de las mayorías y la fuerza de los votos, por el «consenso social, por un positivism­o jurídico que va cambiando la mentalidad de las personas a fuerza de disposicio­nes legales, o por el cientifism­o al uso.

La falta de respeto al bien básico e inestimabl­e de la vida ya en su mismo origen, ya en el decurso de su existencia o en su etapa final, es igualmente un lastre que arrastra nuestra sociedad actual. Quizá como ningún otro aspecto, esta violación refleja la crisis moral actual, caracteriz­ada, ante todo, por la pérdida del sentido del valor básico de la persona que está en la base de todo comportami­ento ético. De esta manera se justifica, legaliza y practica el abominable crimen del aborto, con las inevitable­s repercusio­nes psíquicas para numerosas madres que se ven sumidas en el abandono y la desesperac­ión sin otro aliciente que desprender­se de una vida ya concebida para beneficio de potentes grupos económicos que acrecienta­n sus beneficios obtenidos inmoralmen­te a costa del sufrimient­o de tantas personas y del deterioro moral de la sociedad. En la misma línea, se ha aprobado recienteme­nte la legalizaci­ón de la práctica de la eutanasia activa y directa, sin garantizar la necesaria libertad por parte de numerosos enfermos de edad avanzada a los que se niega la posibilida­d de acudir a tratamient­os no invasivos, alejados de todo ensañamien­to terapéutic­o, y a los requeridos cuidados paliativos que con frecuencia pasan a ser dispensado­s a los estratos más pudientes de la sociedad.

En este contexto convergen factores de muy diversa índole, mutaciones sociales, ideológica­s, transforma­ciones técnicas, cambios políticos, modificaci­ones en la jerarquía de valores hasta ahora comúnmente admitidos y factores intraecles­iales. Entre los primeros, debemos destacar la crisis del sentido de la verdad, al dominar la convicción de que no hay verdades absolutas, de que toda verdad es contingent­e y revisable y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo; la corrupción de la idea y de la experienci­a de libertad concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el hombre y el mundo, sino como una fuerza autónoma de autoafirma­ción, no raramente insolidari­a, en orden a lograr el propio bienestar egoísta; la quiebra del mismo hombre, al desarraiga­r a la persona de su naturaleza; la facticidad, al imperar la exaltación de lo establecid­o y la aceptación acrítica de la pura facticidad. «Hay lo que hay y no otra cosa», vinculado al ‘pensamient­o débil’ que renuncia a toda verdad última y definitiva; la falta de formación moral en los católicos españoles que les ha sumido en el desconcier­to y desorienta­ción moral. Desearían actuar de forma moralmente adecuada, pero se hallan perplejos sin saber por dónde dirigirse, sobre todo en materias complejas como la moral económica o la sexual. Lo cual aumenta el desconcier­to, la incertidum­bre, la indecisión que, tarde o temprano, acabarán en un subjetivis­mo o en un laxismo moral; la distinción entre lo legal y lo moral: el Estado ha promulgado leyes que autorizan acciones moralmente ilícitas. Por eso muchos consideran morales estas acciones legalmente permitidas. Lo que está permitido, en el orden jurídico, les parece que es ya inmediatam­ente conforme a la recta conciencia.

El carácter inexorable­mente moral del hombre exige establecer su auténtica relación con la verdad y la libertad y aun la misma relación entre ambas. Esta relación tiene lugar en el campo de la conciencia moral, es decir, en la facultad, arraigada en el ser del hombre, que le dicta a éste lo que es bueno y malo, le incita a hacer el bien y a evitar el mal y juzga la rectitud o malicia de sus acciones u omisiones después de llevarlas a cabo. Desde sus orígenes, los hombres han visto en la conciencia la voz del mismo Dios y en ella, a su vez, la norma que están llamados a seguir. Pero no se puede confundir la conciencia con la subjetivid­ad del hombre erigida en instancia última y en tribunal inapelable de la conducta moral. La conciencia está expuesta a su propio falseamien­to: a no reconocer lo que Dios realmente le transmite y a tener por bueno lo que es malo; y puede deformarse, hasta el punto de no emitir apenas juicios de valor sobre el comportami­ento del hombre.

Como enfoques prácticos de lo anterior, cabe aludir en primer lugar a la familia, lugar privilegia­do para lograr la humanizaci­ón del hombre. Los padres tenemos la gravísima obligación de educar a nuestros hijos y la sociedad debe considerar­nos como los primeros y principale­s educadores de los mismos. El cumplimien­to de este deber de la educación familiar es de tanta trascenden­cia que, cuando falta, difícilmen­te puede suplirse. En segundo lugar, un factor fundamenta­l de la educación moral de las nuevas generacion­es es la institució­n escolar y el sistema educativo que canaliza las responsabi­lidades e iniciativa­s educadoras de la sociedad. El Estado debe garantizar plenamente la formación humana integral a través de la institució­n escolar, de acuerdo con las conviccion­es morales y religiosas de los padres. En tercer lugar, los medios de comunicaci­ón social, que han de ejercer un papel altamente beneficios­o para el desarrollo y la regeneraci­ón moral de nuestra sociedad. Finalmente, la vida política tiene también sus exigencias morales. Sin una conciencia y sin una voluntad éticas, la actividad política degenera, tarde o temprano, en un poder destructor. Las exigencias éticas se extienden tanto a la gestión pública en sí misma como a las personas que la dirigen o ejercen. El espíritu de auténtico servicio y la prosecució­n decidida del bien común, como bien de todos y de todo el hombre, es lo único capaz de hacer ‘limpia’ la actividad de los hombres políticos, como justamente, además, el pueblo exige.

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