¡Qué bien blasfemáis juntas!
Emilia Landaluce y Rosa Belmonte han escrito un libro bello y pirómano. ¡Habría que repartirlo a las puertas de los colegios!
HAY dos retratos suyos vestidas de flamencas, uno en cada solapa del libro. Emilia, de siete u ocho años, con el pelo trasquilado y gesto de disgusto. Rosa, quizá de cinco, luce un lunar pintado en la mejilla y una flor en el moño. Hay algo íntimo e imprevisto en esas fotos, también en las páginas de ‘Sobre nosotras. Sobre nada’, una autobiografía escrita a cuatro manos por Rosa Belmonte y Emilia Landaluce, y que acaba de publicar La Esfera de los Libros.
Lo de escribir sobre sus vidas, sobre su amistad y el periodismo para el que ninguna de ellas estudió, surgió de forma casual, cuando una pidió a la otra que, en caso de morir, escribiese su obituario. «¿Y por qué, mientras nos morimos, no escribimos un libro?». De ahí salió esta criatura de doscientas páginas en las que hablan de ellas y de todo: de las madres de cada una y de la sinceridad a quemarropa como una forma de afecto; de la educación en la que un manotón al desobediente y al poco aventajado estaba a la orden del día, también de las canciones de Concha Piquer, los libros de Dickens o los belenes en los que a Emilia le asignaban al Rey Baltasar y no a la Virgen María.
Las dos columnistas más relevantes y subversivas del periodismo actual se presentan como si fueran la versión infantil del Rocío, pero la vida de ninguna transcurrió en un patio de Sevilla. La de Emilia se repartió entre el colegio Los Rosales, los armarios en los que cotilleaba la toga del abuelo con botones dorados del yugo y las flechas, o ya de mayorcita ligando con un marqués. La de Rosa en la parte de atrás de la furgoneta en la que su madre repartía donuts, la misma mujer que antes de morir la conminó a «No tener críos» y que el día de su comunión escandalizó a las monjas con un disco Philips ilustrado con la foto de un negro rezando. «Pero es que entonces no veíamos negros ni en la televisión. Vale, en los telediarios, sí», escribe.
Rosa Belmonte no se queda ahí, estruja bien las anécdotas hasta exprimir de ellas la verdad que hoy incomoda, ese tiempo en el que las cosas se hacían y se decían porque sí y a nadie se le ocurría hacer de eso un tema de agravio. Entonces Rosa renunció a estudiar literatura, se matriculó en Derecho (descubrió que valía para algo más que la formación profesional, dice) y gracias a eso acabó en Comisiones Obreras de pasante y saludando a Marcelino Camacho. «Si se llegan a enterar las monjas».
En estos tiempos atildados, este libro es un bello acto pirómano. Hace reír, enternece, conmueve. Está escrito con ironía, humor, elegancia, sarcasmo.
Habría que repartirlo a las puertas de los colegios. Qué bien blasfeman la Landaluce y la Belmonte. Por separado sin duda, ¡y juntas ni se diga!