ABC (1ª Edición)

Una de indios

He visto cómo se invoca la razón de Estado para embellecer biografías o reescribir la historia, y no tengo claro que haya contribuid­o a hacer del mundo un sitio mejor

- LUIS HERRERO

UNA de las novedades televisiva­s más destacadas de la temporada es que José Luis Garci vuelve a dirigir, ahora en 13 TV, un programa de cine. Elige una porción de obras maestras y, semanalmen­te, se inclina sobre cada una de ellas, como si fuera un monje medieval, para escrutar con detenimien­to toda su belleza, filigranas e imperfecci­ones incluidas. Hace unos días me dijo que me había selecciona­do para participar en el coloquio de ‘Fort Apache’, que el flujo de las mareas de su memoria ha vuelto a colocar entre sus favoritas. Supongo que me eligió por el protagonis­mo indirecto que el periodismo tiene en la trama. Varios plumillas de la época, en la escena final, escuchan extasiados la milonga que el capitán Kirby York (John Wayne) les cuenta sobre la vida y milagros de un teniente coronel a quien la leyenda, sin fundamento alguno, ha convertido en héroe por su enfrentami­ento con el jefe indio Cochise. Todos muerden el anzuelo sin molestarse en contrastar la veracidad del relato.

Los pánfilos periodista­s no quedamos nada bien en la película. Ese hecho no me cabrearía en absoluto de no ser porque –en este caso concreto– simbolizan la derrota de la verdad frente a la mentira. Después de todo, unas trola no deja de serlo por muy bien que se acicale y por útil que pueda resultarle a la sociedad. Aunque se le llame leyenda sigue siendo un embuste. De eso va la historia, en el fondo. Si el capitán York hubiera descrito al teniente coronel Thursday (Henry Fonda) como al clasista tramposo y engreído que envió a la muerte a su regimiento con el único afán de pasar a la historia por haber vencido a Cochise, la imagen del Ejército, que en la película representa los valores de la sociedad, se hubiera venido abajo. Se trata de una de las moralejas más recurrente­s en la obra de John Ford: preservar la leyenda –no ‘contaminar­la’ con la verdad– ayuda a la construcci­ón de un país. El bien general exige, a menudo, que la mentira prevalezca.

Esa idea me subleva. He visto muchas veces, a lo largo de mi vida, cómo se invoca la razón de Estado para justificar atrocidade­s, hacer la vista gorda, embellecer biografías o reescribir la historia, y no tengo nada claro que eso haya contribuid­o a hacer del mundo un sitio mejor. Garci y Eduardo Torres-Dulce, a quien el gran Enrique Herreros bautizó como el hijo de John Ford, sostienen que el director norteameri­cano nunca oculta la verdad. Reconoce la utilidad social de las leyendas, pero se niega a perpetuarl­as. Yo discrepo. En el formato que utiliza, solo los espectador­es, que son quienes viven en el más allá, pueden distinguir entre lo veraz y lo incierto. Los pobres mortales que comparten el plano temporal de Kirby siguen en Babia. A nosotros nos pasará algo parecido. Pincho de tortilla y caña a que en el valle de Josafat, donde nada permanecer­á oculto, a más de un héroe se la cae la cara de vergüenza.

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