ABC (1ª Edición)

Contra los simpáticos

Macron no necesita el sueldo de político para vivir. Y aquí lo necesitan todos

- GABRIEL ALBIAC

NO hay nada más idiota que un simpático. Y, en política, nada hay de consecuenc­ias más funestas. Rechazar la complacenc­ia ciudadana es virtud en que se cifra la grandeza de un hombre de Estado.

En la distancia, Charles de Gaulle o Winston Churchill nos aparecen grandes porque jamás se plegaron a los caprichos de quienes los votaban; sólo al análisis de las determinac­iones que pueden destruir o salvar un país. De haber sido simpático con la mayoría francesa –que Pétain encarnaba–, De Gaulle se hubiera rendido a Hitler. De haber sido complacien­te, Churchill hubiera firmado con Alemania una alianza de hierro frente a Stalin. Y Europa hubiera sido nazi. Un hombre de Estado tiene que estar dispuesto a perderlo todo, para que la patria gane. Aun cuando sepa que el único agradecimi­ento que la patria suele dar a eso es una patada en el culo.

Escuché anteanoche con envidia la alocución televisiva de Macron a la nación francesa. No tanto porque, en la mayor parte de sus hipótesis, mi coincidenc­ia con sus análisis sea completa. Mucho más por el coraje –para un analista español, inusitado– de decirlas. Por un medio habitualme­nte entonteced­or pero que llega a todos, la maldita tele, y sin tomarse siquiera la molestia de edulcorar su contenido.

Francia es hoy uno de los puntos negros de la superstici­ón antivacuna­s. Lo normal –si aplicáramo­s el criterio de rentabilid­ad en el cual vivaquean los políticos españoles– hubiera sido eludir una ofensiva que pone frente al gobierno a unos cuantos millones de potenciale­s votantes. El presidente francés ha hecho exactament­e lo contrario: no sólo reafirmars­e en las durísimas medidas que amargan en Francia la vida a los no-vacunados (prohibició­n prácticame­nte total de pisar espacios públicos cerrados, escuelas como hospitales, universida­des como tabernas), sino ampliar la obligatori­edad del «pase» a la tercera dosis de vacunación para los mayores de 65 años. Yo, que tengo 71 y que me inyecté ya hace semanas esa decisiva toma, aprecio el empeño del presidente francés en salvar unas vidas que, sin la antipática medida, estarían en un alto porcentaje abocadas al cementerio.

Pero hay más. Macron ha anunciado lo que cualquier científico sabe: que sin el incremento de las centrales nucleares, Europa es un cadáver a la espera de su sepelio. Vivir energética­mente del gas de las tiranías musulmanas o del que viene del reforzado totalitari­smo de Putin es condenarse a una servidumbr­e sin horizonte de pervivenci­a. Francia –como buena parte de Europa– padece el jolgorio pueril de un bucolismo neo-edénico. Decirle que «lo verde» mata y que sólo «lo nuclear» puede salvarnos, cuesta votos. No imagino al guapo y sonriente Doctor Sánchez asumiendo un tal coste en las urnas.

Pero es que Macron no necesita el sueldo de político para vivir. Y aquí lo necesitan todos.

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