«Una cosa es la evolución y la fusión, y otra prostituir la música clásica»
Isabel Villanueva Violista ► La instrumentista presenta en Madrid ‘Signos’, trabajo creado junto al coreógrafo Antonio Ruz
Cuando Isabel Villanueva (Pamplona, 1988) dice que su profesión es violista, a menudo ha de especificar. «Violista, no violinista, toco la viola). Y es que podría decirse que su instrumento es el ‘patito feo’ de la cuerda, donde sus hermanos –el violín, el violonchelo, el contrabajo– tienen mayor popularidad. Pero ella lo defiende con pasión: la viola es el origen de todos los instrumentos de cuerda frotada; es la madre de todos los instrumentos de la familia de arco. Antes de que existieran como tal, el violín, el chelo o el bajo, todo eran violas». Esta navarra menuda de mirada curiosa y pelo alborotado Antonio Ruz se ha unido al coreógrafo y bailarín en un espectáculo titulado ‘Signos’, un diálogo entre la música clásica y la danza contemporánea a través de la música de György Kurtág y Johann Sebastian Bach, que mañana presentarán en los Teatros del Canal.
—¿Qué le hizo decidirse por la viola y no por el violín y el chelo, mucho más habituales?
—Toco la viola desde los 9 años; a los 12 toqué mi primer concierto con piano. Pero fue, con catorce años, cuando toqué por primera vez como solista con orquesta, cuando me decidí por la viola. La emoción que sentí y el trabajo que desarrollé me llevaron a decidir que la viola era mi instrumento y que, además, quería que fuera mi vida.
—¿Qué aporta de especial?
—Es la voz mediadora, no es extrema ni en el agudo ni en el grave, y ese papel ha hecho que históricamente sean menos los solistas de viola con respecto al violín o el violonchelo, que eran instrumentos naturalmente más potentes, que llamaban más la atención a nivel sonoro, y más fáciles de producir el sonido; la viola tiene una parte imperfecta que es a la vez la que le hace tan singular, porque ninguna viola puede estar construida igual que otra por longitud, grosor, anchura. Todas las violas varían mucho, cosa que no sucede con el chelo o el violín. Es un instrumento más como las personas: los hay más altos, más bajos, más delgados, más gordos, y cada uno tiene su voz.
—Ha dicho que decidió no solo que sería su instrumento, sino también su vida...
—Tenía 14 años. Fue después cuando fui consciente del trabajo que requería conseguir ser la mejor violista posible, la mejor versión de mí misma. Con los años he descubierto que el horizonte en la música es infinito, no tiene fin. El arte es ilimitado, de eso todo el mundo es consciente. Pero no a los 14 años. Yo estuve muy dedicada y concentrada en la viola, y además con mucha ilusión. Era lo que quería hacer y no sentí que renunciara a nada.
—Tendrá menos ‘competencia’ –hay menos violistas– pero también menos trabajo...
—Hay pocos, sí, pero las orquestas no programan habitualmente música para viola; tampoco hay conciertos tan populares para este instrumento como sí hay para chelo, violín o piano. Es la pescadilla que se muerde la cola. No se conocen porque no se programan, y no se programan porque no se conocen. De ahí mi reivindicación por dar a conocer la viola. Hay muchos prejuicios hacia el instrumento; una cosa es el arte y otra el negocio, que es el que es.
Educación musical
«La música llamada ‘clásica’ tiene una carga de profundidad emocional y humana que no tiene el reguetón»
—¿Y eso le ha llevado a buscar en otro lugar, a proyectos como ‘Signos’?
—Tengo claro que en el siglo XXI ya no existe el solista como se entendía en los siglos XIX y XX. Ya no se puede tener la concepción idealista que se tenía de él en 1950, sesenta años atrás. Esa fórmula ya no existe. Mi instrumento, además, es complicado y más enigmático, y para darlo a conocer –se suma mi curiosidad por encontrar diferentes proyectos con otros tipos de música, con otras artes escénicas–, me parece fundamental explorar y buscar caminos nuevos, y hacer ver al público que la viola no tiene límites.
—¿La música clásica contemporánea se ha alejado del público?
—El añadido ‘clásica’ para la música es algo que sobra, porque la música es la música, y no creo que se deba etiquetar. La música llamada ‘clásica’, eso sí, tiene un componente intelectual mucho más trabajado y una carga de profundidad emocional y humana que no tiene el reguetón. La música contemporánea quizás tenga demasiado componente intelectual, y su escucha a veces es muy complicada, sobre todo si el que lo hace no tiene un conocimiento previo. Eso es otra historia. Lo que falla realmente es la base, la educación, que los jóvenes descubran la música clásica; si se la pones cuando tiene ya 40 años, evidentemente no le va a gustar. Es como si nunca has probado el sushi; es fácil que la primera vez no te guste.
—¿Eso pasa también por cambiar la mentalidad de los músicos?
—Creo que de mi generación en adelante, incluso antes, ya ha cambiado. Estamos preparados para una libertad y unas posibilidades que para nosotros o para otras generaciones podrían ser ciertos límites, y podíamos tener cierto miedo a experimentar, que hoy nos puede parecer normal. Pero eso sin quitar la base de lo que es la música clásica de verdad. Muchas veces se habla de fusiones y se puede caer en el otro lado, en el lado oscuro de la prostitución de la música clásica que, para mí, es desvirtuar la belleza, el cuidado, la profundidad, esos valores que tiene la música clásica y que no tiene ninguna otra música.
—Quizás hay que presentarla sin tanta solemnidad...
—O llevarla a otros lugares, a otros espacios... Buscar otras fórmulas. Pero hay que ir poco a poco. Cuando Paco de Lucía presentó por primera vez ‘Entre dos aguas’, la gente se preguntaba qué era eso. Todo lo que es nuevo choca y es criticado.