Valor y muerte en Afganistán
En memoria del sargento primero Moya, muerto en combate en Afganistán
QUISIERA contarles una historia sobre un militar y sus compañeros. Se llamaba Joaquín Moya Espejo, era sargento primero y murió en combate, hace diez años, un 6 de noviembre. Participaba en la Fuerza Española para Afganistán, Aspfor XXIX, junto con unos 1.200 militares que habían seguido previamente una intensísima preparación de seis meses, encuadrado en uno de los equipos encargados de mentorizar a las unidades del Ejército afgano, es decir, de instruirlas y acompañarlas en combate. Éramos conscientes de que protegiendo al pueblo afgano estábamos protegiendo indirectamente al pueblo español, al que servimos y del que formamos parte, y de los riesgos que corríamos.
Al comenzar nuestras misiones comenzaron los enfrentamientos con la insurgencia que ya nos había causado varios heridos de bala, en septiembre, el Zapador Carrillo y el soldado Llamas; el 19 de octubre, el soldado Castiblanco sufrió un impacto que fue detenido por su chaleco. El 6 de noviembre se tenían indicios de varios artefactos explosivos en las cercanías de Ludina. La TF «Estella», junto con una sección afgana, debía realizar una más de las 1.450 desactivaciones que se realizaron en Afganistán. A las 06.30 horas se inicia la misión, se recibe fuego de la insurgencia una y otra vez. Las respuestas son rápidas. No podemos evitar que la insurgencia nos ataque, pero cuando lo hace cumplimos lo ordenado: «Implacables con el enemigo: cuando nos atacan, respondemos» (Petraeus, comandante de ISAF). El sargento primero Moya combate en su puesto junto a sus compañeros, con valor, cuando es alcanzado en el tórax por un proyectil; helitransportado en minutos al hospital, fallece al poco tiempo de ser ingresado en el quirófano.
Cordobés, ciudad en la que su familia residía en el Sector Sur, un barrio modesto, era el mayor de tres hermanos, alumno del colegio La Aduana, seguidor del carnaval y chirigotero, devoto de la cofradía del Descendimiento en Córdoba, ciudad a la que acudía cada Semana Santa, y en cuanto podía, para ver a su hijo de ocho años, fruto de su primer matrimonio. Militar de vocación, entró en el Ejército a los 18 años. Estaba tan enamorado de Vitoria, en la que llevaba diez años, como de su Córdoba natal. Casado con una sargento vallisoletana del mismo batallón en el que estaba destinado, tenía 35 años y, como dijo esos días uno de sus compañeros, «¡aunque sólo medía 1,65 tenía la talla de liderazgo del gigante humano que era!»
Aunque nos dejaste, sigues entre nosotros. La Muerte no es el final, queda tu obra y la de tus compañeros, pues: «Lo que hacemos por nosotros mismos muere con nosotros, lo que hacemos por los demás y por el mundo permanece y es inmortal» (A. Pike). Por eso, porque algunos no sólo dejaron su trabajo, fueron heridos o entregaron sus vidas, como hiciste tú, a vosotros quiero dedicar mis últimas palabras como muestra de respeto y homenaje, por eso y porque los militares tenemos el deber de honrar a los caídos, y no hay mejor modo que contar lo que hicieron para no olvidarlos, he querido contar esta historia, tu historia.