De la cama a los diarios: la vida convulsa de Patricia Highsmith
▶ Sus esperados y polémicos diarios llegan hoy a las librerías de EE.UU. tras la edición de 8.000 páginas manuscritas
« Mi brindis de fin de año: a todos los demonios, lujurias, pasiones, ambiciones, envidias, amores, odios, deseos extraños, enemigos fantasmales y reales, al ejército de memorias con el que batallo: nunca me dejéis en paz». Patricia Highsmith lo escribe en su diario el 1 de enero de 1948, en una anotación que recoge el caudal de tensiones que marcaron su vida. La novelista vivió, gozó y sufrió de manera inseparable, atormentada por fuerzas que le llevaban al éxtasis y a la tristeza y que, también, propulsaron su apabullante producción literaria. La frase es quizá el resumen del resumen de la personalidad de Highsmith, que se revela con todo el esplendor que permite el husmear sin apenas restricciones en sus diarios, que llegan hoy a las librerías de EE.UU. –Anagrama los publicará en España en la primavera del año próximo–, después de una edición hercúlea de Anna von Planta. La editora se fajó con la letra de mano de Highsmith desparramada en ocho mil páginas de 18 diarios y 38 cuadernos.
De esa montaña de letras, la autora de ‘El talento de Mr. Ripley’ no emerge como algo distinto a la escritora controvertida, lesbiana, libertina, depresiva, con inclinaciones racistas y antisemitas, agresiva, terriblemente inteligente, bebedora sin límite, torturada y genial que se conocía antes de la publicación de los diarios. El retrato tiene ahora, sin embargo, más matices, el trazo más pronunciado y certero. Como era de esperar, la cama de Highsmith tiene un gran protagonismo en los diarios. «El sexo, para mí, debería ser una religión. Yo no tengo otra», escribe en la entrada del 7 de agosto de 1941, con veinte años y todavía estudiante en Barnard College, en Nueva York. «No siento ningún otro deseo, a una devoción, a algo, y todos necesitamos una devoción hacia algo más allá de nosotros mismo, fuera incluso de nuestras ambiciones más nobles».
En las páginas se acumulan romances, flirteos, amores de una noche, relaciones tortuosas, infidelidades y muchos nombres. Doris, Rosalind, Allela, Chloe, Ellen, Virginia, Marijane… «La piel de Buffie es como un líquido exquisito, resbalando sobre la mía como un pedazo de satén», escribe el 23 de diciembre de 1942. «A Buffie le encantaría tenerme como única amante en lugar de su marido. Quizá mantengamos nuestras citas de los miércoles». En otro momento, cuenta que «la vida no tiene un placer tal como el momento en el que estás bajo la ducha, cantando, con una chica maravillosa esperándote en la cama en el cuarto de al lado».
Los primeros años del diario son de vino y rosas, en un gran retrato de Nueva York siendo devorada por una joven con talento y con hambre, de sexo y de experiencias. El escenario habitual son los garitos del West Village y de Midtown, la bohemia de los años cuarenta, desligada de la guerra, de sus horrores y héroes. Castille, Tilson, Le Moal, Golden Horn, Crespi’s, nombres de una Nueva York que ya no existe. Highsmith escribe de día y vive de farra de noche, en un círculo en el que su homosexualidad, aunque no sea pública, no es ajena. Los vapores del alcohol lo nublan todo y la joven escritora se entrega en juergas en las que en su diario cuenta hasta siete martinis de una tacada, en peregrinaciones en taxi de punta a punta de la ciudad, de uno a otro local con humo denso y baños donde manosearse con otras mujeres.
El alcohol, defiende, es un motor creativo y una vía de escapatoria, un viaje
«El sexo, para mí, debería ser una religión. Yo no tengo otra», escribe en la entrada del 7 de agosto de 1941, con veinte años
en el que Highsmith estuvo siempre inmersa. «Me pregunto si hay algún momento mejor que el del segundo martini a la hora de la comida, cuando los camareros son simpáticos, cuando toda la vida, el futuro, el mundo parece bueno y dorado (y no importa nada con quién esté una, sea hombre o mujer, sí o no)». El hábito también es una manera de no cumplir con una vida que no desea: «Sin las copas, me hubiera casado con un zoquete sin gracia, y hubiera tenido lo que se llama una vida normal. Una vida normal es también muchas veces aburrimiento o violencia, divorcio, infelicidad e infelicidad por los hijos que nunca tuve», escribe en 1960.
Demonios interiores
Esa tensión entre las convenciones sociales, la represión de su sexualidad y los demonios interiores es una constante en los diarios. Es algo que le hace anhelar cosas como la estabilidad amorosa o la felicidad, para no tardar en despreciarlas. «El peligro de vivir con alguien, para mí, es el peligro de vivir sin la dieta de pasión normal de una», escribe en 1956, en un momento de estabilidad personal, convertida en autora de éxito, compartiendo una casa al norte de Nueva York con una mujer de la que se enamoró. «De inmediato, todo se iguala, se calma, se olvida con una sonrisa, con perspectiva. Yo no quiero más perspectiva que la mía». En otro momento llega a decir que «la felicidad es el estancamiento de la mente».
Highsmith buscó esa ‘normalidad’ y el fracaso de no encontrarse en ella le marca. Se somete a terapia para, según sus palabras, «curarse». Tiene relaciones con hombres –en especial, con el escritor Marc Brandel, con quien llega a comprometerse– que se pierden con infidelidades constantes con otras mujeres. Estar en la cama con un hombre es como estar con «un muerto». Con sus amantes, todo puede ser de otro color: «Mientras existan las mujeres guapas, ¿quién puede de verdad deprimirse?».
De esas luchas interiores emerge una misantropía poderosa. «Una razón por la que admirar el coche: acaba con más gente que la guerra», escribe. Más empatía muestra con otros homosexuales: «Prefieren la compañía entre ellos no tanto por una desviación sexual común frente a lo que acepta la sociedad, sino por saber que todos ellos han pasado por el mismo infierno, los mismos juicios, las mismas depresiones y los que se encuentran los han sobrevivido», anota en mayo de 1961. «Son hermanos y hermanas de sangre».
Los diarios enseñan mucho más. Aparecen sus conocidas alusiones antisemitas, sus amistades con algunos de los grandes creadores del siglo XX –de Truman Capote a Dylan Thomas o Wim Wenders–, su éxito editorial, sus adaptaciones al cine, la intensificación de sus excentricidades –viaja con caracoles, una de sus pasiones, escondidos en su sujetador–, su huida a Europa y sus viajes por el continente… Los diarios acaban en 1995, cuando muere en Suiza de cáncer de pulmón. Lo provocó quien, según ella misma escribe, fue su único amigo: un paquete de cigarrillos.