Reflexiones sobre el Museo Nacional
«Sin la ‘institución museo’, muchas de las obras de arte que ahora disfrutamos hubieran desaparecido. El adjetivo ‘nacional’ que tan a menudo acompaña a la palabra ‘museo’ debe comprenderse en su debido contexto, es decir, el de la creación y consolidación del Estado liberal del siglo XIX, muy lejos de otras connotaciones que adquirió en el siglo XX. No debemos confundir ‘nacional’ con ‘nacionalismo’»
TOMO prestado el título de este artículo del opúsculo que Jean Baptiste Le Brun escribió en 1793 en su polémica contra el ministro del Interior J. M. Roland dentro de la llamada Comisión del Museum del Louvre. En ella se enfrentaban, en torno al museo, dos concepciones distintas de lo que había de ser la institución que entonces se gestaba para dotar de nuevo sentido a la conservación y exposición de las magníficas colecciones artísticas de la monarquía francesa en los primeros y convulsos años de la Revolución.
Las dos posturas diferenciaban, por una parte, los deseos del mundo político y oficial, que pretendía crear un museo alejado de la ciencia, ‘un jardín de flores curiosas’, un espectáculo para distraer, como decía el ministro, con el de los aficionados y entendidos en cuestiones artísticas, que proponían el museo como un discurso del arte volcado hacia la instrucción. La polémica nos interesa desde un doble punto de vista: el de llamar la atención sobre las frecuentes discrepancias entre los dos ámbitos, el político y el artístico, tan viejas como la propia institución ‘museo’ (en efecto, nada nuevo bajo el sol); pero también nos sirve para señalar cómo en nuestro vecino país, cada vez que aparece un asunto de real importancia en torno a cuestiones culturales en general o museísticas en particular, se piensa, se discute, en fin, se reflexiona con pasión acerca de ellas. Se trata de unas actitudes intelectuales prácticamente ausentes en la mayor parte de los casos, por no decir siempre, en nuestros más cercanos pagos españoles. Ya se sabe, lejos de nosotros la funesta manía de pensar.
Procedentes, en la mayor parte de los casos, de las antiguas colecciones reales y aristocráticas, los museos de arte, tal como los conocemos hoy, fueron una creación del siglo XIX según, en líneas generales, el modelo francés del Museo del Louvre y del efímero Museo de los Monumentos Franceses. Si el primero fue obra, sobre todo, de Vivant Denon, que con razón ha sido llamado ‘el ojo de Napoleon’, y tuvo desde sus inicios unos deseos claramente imperiales, el segundo, idea de Alexandre Lenoir e instalado entre 1795 y 1816 en el convento exclaustrado de los Grands Augustins de París, tuvo una pretensión más claramente nacional francesa. Allí se exponían, por orden cronológico, piezas de escultura y restos arquitectónicos de monumentos de este país vandalizados, esta es la palabra que se usaba, durante la Revolución. Una destrucción que precipitó entonces la nueva noción de patrimonio histórico, tan unida a la de Museo.
El museo contemporáneo, es decir, el creado en Europa a principios del siglo XIX, tuvo, por tanto, una doble finalidad: salvar de la destrucción infinitas obras de arte que habrían desaparecido en los excesos revolucionarios y, por otra parte, orientar los estudios de historia del arte y la comprensión de las obras de arte según el criterio de artes nacionales y sus correspondientes ‘escuelas’. Patrimonio histórico, la nación y lugar de memoria fueron los conceptos teóricos fundamentales que entonces comenzaron a usarse.
De esta manera se explica, por ejemplo, la creación y las primeras etapas del desarrollo del Museo del Prado en Madrid. Procedente, en su origen, de las colecciones de la Monarquía, los primeros cuadros que se exhiben a partir de 1819 son todos de pintura española, y dan a conocer a España y a Europa tesoros pictóricos todavía no demasiado divulgados y muestran a un público más amplio la magnífica colección nada menos que de Diego Velázquez, algo que produjo un vuelco sin precedentes en el gusto pictórico europeo del siglo XIX, acentuando su camino hacia la modernidad.
Es cierto que la aparición del museo contemporáneo en el siglo XIX desató enormes polémicas acerca de la conveniencia o no, así como de la legitimidad, del desplazamiento desde sus lugares primeros, de determinadas obras de arte, sobre todo en el caso del efímero Museo Napoleón en el Louvre y que muchas de estas obras se devolvieron a sus lugares de procedencia a partir de 1815. Ahí están las famosas quejas expuestas por el teórico francés Quatremère de Quincy en sus célebres ‘Cartas a Miranda’, el libro clásico sobre el tema (1796).
Pero también es cierto que sin la ‘institución museo’, que se ha ido adaptando a las cambiantes circunstancias culturales de cada momento (fundamentalmente al desarrollo del arte contemporáneo) y no solo en Europa y Occidente, sino, como se ha visto, en lugares tan distantes como Japón y ahora China, muchas de las obras de arte que ahora disfrutamos hubieran desaparecido. El adjetivo ‘nacional’, que tan a menudo acompaña a la palabra ‘museo’, debe comprenderse en su debido contexto, es decir, el de la creación y consolidación del Estado liberal del siglo XIX, muy lejos de otras connotaciones que adquirió en el siglo XX. No debemos confundir ‘nacional’ con ‘nacionalismo’.
El Museo Nacional del Prado debe su nombre al paso de la titularidad de sus obras de arte desde la colección real de procedencia a su conversión en ‘bienes de la nación’ a partir de la Revolución de 1868. Cuando fue restaurada la Monarquía en 1876 se le devolvió la titularidad de sus bienes, tal como habían quedado delimitados, y reducidos, en 1865, pero las obras del Prado continuaron, y continúan, siendo propiedad de la nación. Otras veces, como los casos de las colecciones nacionales de Baviera en Múnich (desde 1827), o las prusianas en Berlín (1957), se creó una fundación para que las administrara, ya en el siglo XIX en el primero de los casos, y así continúa, con notable éxito, en la actualidad. Las dos grandes pinacotecas del mundo anglosajón son bienes nacionales: desde el siglo XIX (1824) en Londres y desde mediados del siglo XX (1941) en Washington, y continuan en plena expansión. El Museo Arqueológico Nacional de Madrid fue una creación igualmente del periodo revolucionario español y sus primeros fondos procedían de determinados conjuntos de las colecciones reales. Para albergarlos, junto con la Biblioteca Nacional, también de procedencia regia, se construyó un verdadero palacio, uno de los edificios más importantes y mejor situados del urbanismo madrileño, indicando así la importancia y significación que las autoridades le daban. Un último ejemplo, también español, el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, es una creación, con este nombre, de la Segunda República Española (1933) y de un personaje señero en la protección de nuestro patrimonio histórico como fue Ricardo de Orueta, director general de Bellas Artes en esta Segunda República y autor de la primera, y pionera, Ley de Patrimonio Histórico Español de 1935.
Aunque lo que llamamos ‘institución museo’ tuvo también otros impulsos culturales desde los siglos XVIII y XIX, como fueron ciudades (Metropolitan Museum), universidades (Ashmolean Museum de Oxford), centros científicos y bibliotecas (British Museum) y colecciones particulares (Dulwich Museum, Lazaro Galdiano de Madrid, Frick Collection, Getty, Philipp Collection de Washington), entre otros varios, no cabe duda de que el estímulo principal que consolidó la institución vino del Estado y de la Nación, tanto en los siglos XIX y XX, como en la actualidad. Esta es la evidencia histórica, innegable, que creó un modelo de difusión cultural imprescindible, sin el que no es posible entender la cultura contemporánea, hoy extendido universalmente y que debemos a toda costa sostener, proteger y estimular. No acabemos con ello por un estúpido, y peligroso, baile de damas trasladado ahora a Elche, Baza o al Cerro de los Santos, o llevando a lugares como Guernica o Málaga algunas de las más contundentes imágenes de la historia de España. Entonces ¿por qué no ‘Las lanzas’ a Breda?