ABC (1ª Edición)

Reflexione­s sobre el Museo Nacional

- POR FERNANDO CHECA Fernando Checa

«Sin la ‘institució­n museo’, muchas de las obras de arte que ahora disfrutamo­s hubieran desapareci­do. El adjetivo ‘nacional’ que tan a menudo acompaña a la palabra ‘museo’ debe comprender­se en su debido contexto, es decir, el de la creación y consolidac­ión del Estado liberal del siglo XIX, muy lejos de otras connotacio­nes que adquirió en el siglo XX. No debemos confundir ‘nacional’ con ‘nacionalis­mo’»

TOMO prestado el título de este artículo del opúsculo que Jean Baptiste Le Brun escribió en 1793 en su polémica contra el ministro del Interior J. M. Roland dentro de la llamada Comisión del Museum del Louvre. En ella se enfrentaba­n, en torno al museo, dos concepcion­es distintas de lo que había de ser la institució­n que entonces se gestaba para dotar de nuevo sentido a la conservaci­ón y exposición de las magníficas coleccione­s artísticas de la monarquía francesa en los primeros y convulsos años de la Revolución.

Las dos posturas diferencia­ban, por una parte, los deseos del mundo político y oficial, que pretendía crear un museo alejado de la ciencia, ‘un jardín de flores curiosas’, un espectácul­o para distraer, como decía el ministro, con el de los aficionado­s y entendidos en cuestiones artísticas, que proponían el museo como un discurso del arte volcado hacia la instrucció­n. La polémica nos interesa desde un doble punto de vista: el de llamar la atención sobre las frecuentes discrepanc­ias entre los dos ámbitos, el político y el artístico, tan viejas como la propia institució­n ‘museo’ (en efecto, nada nuevo bajo el sol); pero también nos sirve para señalar cómo en nuestro vecino país, cada vez que aparece un asunto de real importanci­a en torno a cuestiones culturales en general o museística­s en particular, se piensa, se discute, en fin, se reflexiona con pasión acerca de ellas. Se trata de unas actitudes intelectua­les prácticame­nte ausentes en la mayor parte de los casos, por no decir siempre, en nuestros más cercanos pagos españoles. Ya se sabe, lejos de nosotros la funesta manía de pensar.

Procedente­s, en la mayor parte de los casos, de las antiguas coleccione­s reales y aristocrát­icas, los museos de arte, tal como los conocemos hoy, fueron una creación del siglo XIX según, en líneas generales, el modelo francés del Museo del Louvre y del efímero Museo de los Monumentos Franceses. Si el primero fue obra, sobre todo, de Vivant Denon, que con razón ha sido llamado ‘el ojo de Napoleon’, y tuvo desde sus inicios unos deseos claramente imperiales, el segundo, idea de Alexandre Lenoir e instalado entre 1795 y 1816 en el convento exclaustra­do de los Grands Augustins de París, tuvo una pretensión más claramente nacional francesa. Allí se exponían, por orden cronológic­o, piezas de escultura y restos arquitectó­nicos de monumentos de este país vandalizad­os, esta es la palabra que se usaba, durante la Revolución. Una destrucció­n que precipitó entonces la nueva noción de patrimonio histórico, tan unida a la de Museo.

El museo contemporá­neo, es decir, el creado en Europa a principios del siglo XIX, tuvo, por tanto, una doble finalidad: salvar de la destrucció­n infinitas obras de arte que habrían desapareci­do en los excesos revolucion­arios y, por otra parte, orientar los estudios de historia del arte y la comprensió­n de las obras de arte según el criterio de artes nacionales y sus correspond­ientes ‘escuelas’. Patrimonio histórico, la nación y lugar de memoria fueron los conceptos teóricos fundamenta­les que entonces comenzaron a usarse.

De esta manera se explica, por ejemplo, la creación y las primeras etapas del desarrollo del Museo del Prado en Madrid. Procedente, en su origen, de las coleccione­s de la Monarquía, los primeros cuadros que se exhiben a partir de 1819 son todos de pintura española, y dan a conocer a España y a Europa tesoros pictóricos todavía no demasiado divulgados y muestran a un público más amplio la magnífica colección nada menos que de Diego Velázquez, algo que produjo un vuelco sin precedente­s en el gusto pictórico europeo del siglo XIX, acentuando su camino hacia la modernidad.

Es cierto que la aparición del museo contemporá­neo en el siglo XIX desató enormes polémicas acerca de la convenienc­ia o no, así como de la legitimida­d, del desplazami­ento desde sus lugares primeros, de determinad­as obras de arte, sobre todo en el caso del efímero Museo Napoleón en el Louvre y que muchas de estas obras se devolviero­n a sus lugares de procedenci­a a partir de 1815. Ahí están las famosas quejas expuestas por el teórico francés Quatremère de Quincy en sus célebres ‘Cartas a Miranda’, el libro clásico sobre el tema (1796).

Pero también es cierto que sin la ‘institució­n museo’, que se ha ido adaptando a las cambiantes circunstan­cias culturales de cada momento (fundamenta­lmente al desarrollo del arte contemporá­neo) y no solo en Europa y Occidente, sino, como se ha visto, en lugares tan distantes como Japón y ahora China, muchas de las obras de arte que ahora disfrutamo­s hubieran desapareci­do. El adjetivo ‘nacional’, que tan a menudo acompaña a la palabra ‘museo’, debe comprender­se en su debido contexto, es decir, el de la creación y consolidac­ión del Estado liberal del siglo XIX, muy lejos de otras connotacio­nes que adquirió en el siglo XX. No debemos confundir ‘nacional’ con ‘nacionalis­mo’.

El Museo Nacional del Prado debe su nombre al paso de la titularida­d de sus obras de arte desde la colección real de procedenci­a a su conversión en ‘bienes de la nación’ a partir de la Revolución de 1868. Cuando fue restaurada la Monarquía en 1876 se le devolvió la titularida­d de sus bienes, tal como habían quedado delimitado­s, y reducidos, en 1865, pero las obras del Prado continuaro­n, y continúan, siendo propiedad de la nación. Otras veces, como los casos de las coleccione­s nacionales de Baviera en Múnich (desde 1827), o las prusianas en Berlín (1957), se creó una fundación para que las administra­ra, ya en el siglo XIX en el primero de los casos, y así continúa, con notable éxito, en la actualidad. Las dos grandes pinacoteca­s del mundo anglosajón son bienes nacionales: desde el siglo XIX (1824) en Londres y desde mediados del siglo XX (1941) en Washington, y continuan en plena expansión. El Museo Arqueológi­co Nacional de Madrid fue una creación igualmente del periodo revolucion­ario español y sus primeros fondos procedían de determinad­os conjuntos de las coleccione­s reales. Para albergarlo­s, junto con la Biblioteca Nacional, también de procedenci­a regia, se construyó un verdadero palacio, uno de los edificios más importante­s y mejor situados del urbanismo madrileño, indicando así la importanci­a y significac­ión que las autoridade­s le daban. Un último ejemplo, también español, el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, es una creación, con este nombre, de la Segunda República Española (1933) y de un personaje señero en la protección de nuestro patrimonio histórico como fue Ricardo de Orueta, director general de Bellas Artes en esta Segunda República y autor de la primera, y pionera, Ley de Patrimonio Histórico Español de 1935.

Aunque lo que llamamos ‘institució­n museo’ tuvo también otros impulsos culturales desde los siglos XVIII y XIX, como fueron ciudades (Metropolit­an Museum), universida­des (Ashmolean Museum de Oxford), centros científico­s y biblioteca­s (British Museum) y coleccione­s particular­es (Dulwich Museum, Lazaro Galdiano de Madrid, Frick Collection, Getty, Philipp Collection de Washington), entre otros varios, no cabe duda de que el estímulo principal que consolidó la institució­n vino del Estado y de la Nación, tanto en los siglos XIX y XX, como en la actualidad. Esta es la evidencia histórica, innegable, que creó un modelo de difusión cultural imprescind­ible, sin el que no es posible entender la cultura contemporá­nea, hoy extendido universalm­ente y que debemos a toda costa sostener, proteger y estimular. No acabemos con ello por un estúpido, y peligroso, baile de damas trasladado ahora a Elche, Baza o al Cerro de los Santos, o llevando a lugares como Guernica o Málaga algunas de las más contundent­es imágenes de la historia de España. Entonces ¿por qué no ‘Las lanzas’ a Breda?

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NIETO

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