ABC (1ª Edición)

Anecdotari­o

Tengo cientos de curiosidad­es de personas que trabajaron para mí, mi familia o para amigos

- JOSEMI RODRÍGUEZ-SIEIRO

Hace unos días estuve invitado a cenar en casa de unos amigos. Al marcharme el mozo de comedor, que me conocía desde hace muchos años, me entregó mi abrigo, al tiempo que se despidió con la frase: «Vuelva cuando quiera». Me produjo cierta risa, pero, dado los años que llevaba al servicio de esa casa, entendí que era un cumplido y una amabilidad hacia mí y que expresaba el sentir de los dueños de la casa.

A lo largo de mis años tengo cientos de anécdotas curiosas de estas personas que trabajaron y algunas siguen haciéndolo para mí, para personas de mi familia y para otros amigos y no tan amigos.

Al poco tiempo de llegar yo a Madrid inicié una amistad enorme con un amigo cuyos padres me acogieron con extraordin­ario cariño. Entre las personas que trabajaban en la casa estaba un ama que llevaba años con ellos. Me advirtiero­n que sería capaz de darme de merendar un sándwich más pequeño que el que le daba a mi amigo, que era su niño del alma. Pero no fue así y, con el paso de los años, me convirtió en su administra­dor y todos los meses tenía que acompañarl­a a una caja de ahorros para ingresar dinero y hacer una transferen­cia. Tengo una foto suya en mi casa.

Durante un almuerzo en un pazo, el anfitrión me contó que las truchas que íbamos a comer eran pescadas en el río de la propiedad. Cuando llegó la muchacha de toda la vida a pasarme la fuente, me dijo con fuerte determinac­ión, voz alta, un tanto malhumorad­a y en gallego, cuya traducción fue: «Que se deje de coñas el señor duque, porque las truchas las compré en la piscifacto­ria». Yo no sabía dónde meterme, pero a partir de ese día, no he vuelto a recibir invitación para asistir a esa comida anual.

Cuando a mi abuelo le tocó la lotería, mi abuela les dio lo que les hubiera correspond­ido de haber llevado el número premiado. Las dos doncellas y la cocinera se fueron a sus pueblos. Ángel, el mecánico, permaneció toda la vida con mis abuelos, pese a tener ya su dinero. Eso se llamaba fidelidad.

Al final de los años setenta, mis padres dieron empleo a tres personas de origen dominicano para trabajar en casa. Llegaron a Barajas una mañana, les dije que se fueran a dar un paseo por Madrid y por la noche se irían a Galicia en el tren expreso. De tres solo llegaron dos. La tercera fue fichada por un empresario del amor, exboxeador, que me abonó el billete de avión en la esquina de la Gran Vía con Hortaleza. Otra se negó una noche a servir una cena, porque había iniciado una relación con un conocido empresario, amigo de mis padres, que esa noche era uno de los invitados, al que no había dicho cuál era su trabajo.

Una conocida agencia de servicio doméstico me envió un mozo de comedor para mi casa. Pedí informes y supuestame­nte hablé con el embajador de un país del cercano Oriente, que me informó positivame­nte. No había pasado una semana, cuando, desde la calle, vi que mi casa ardía en fiestas. Entré y la escena que me encontré, era inenarrabl­e. «José yo me voy, mientras se ajustaba una minifalda», dijo una señorita al percatarse de mi presencia. Yo le respondí, «y José con Vd.». Pero José se negaba y me amenazó con denunciarm­e, a lo que yo le contesté que tenía una cabina enfrente para hacerlo. Todo ello, mientras veía la botella de Moët & Chandon con dos copas y una lata de caviar, ambas abiertas sobre una mesa del salón.

Prometo más sucedidos.

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