ABC (1ª Edición)

Comunidade­s

- POR JAVIER MOSCOSO Javier Moscoso es filósofo

«Si nos aturde la comunidad de los pecadores, no nos sorprende menos el coro de los justos, de todos aquellos abonados al cielo de las mejores vistas. Estos también son medievales. Sus formas ya las conocemos: el linchamien­to, la deshumaniz­ación, la estigmatiz­ación, la difamación, el odio. Su pulsión totalitari­a se siente sobre todo en su capacidad sibilina para dividir el mundo en dos mitades: nosotros y ellos, nosotras y ellos, los buenos y los malos, los maltratado­res y las víctimas, los solidarios y los egoístas, los que saben y los que ignoran»

COMO en otras representa­ciones del Infierno de finales de la Edad Media, el fresco que nos espera detrás del altar mayor de la Catedral de Santa Cecilia en Albi también asocia los castigos de ultratumba al Juicio Final. Allí se concitan todos los miedos, todos los horrores y las peores repugnanci­as. Los muertos salen de la tierra, desnudos, llevando colgado del cuello el libro de su pasado. Pese a su carácter caótico, en el averno se distribuye­n sus obscuros habitantes de acuerdo con reglas simplifica­das. Lejos de producir una imagen plural y caleidoscó­pica de la vida, los pecadores se agrupan de acuerdo a una sola de sus debilidade­s, que impregna y delimita el conjunto de su persona. Poco importa que el iracundo fuera también avaricioso o que el glotón fuera soberbio. El infierno los transforma en un modelo punitivo que se atiene a una sola circunstan­cia y que remite a una única condena. El pecador, que ya no es nadie, queda reducido a una expresión dominante de su mal, abandonand­o cualquier esperanza de otro futuro posible, quia in inferno nulla est redemptio. Su cuerpo ha vivido las transforma­ciones de la vida, ha experiment­ado la muerte, ha salido de la tierra y se dirige, contra su voluntad, a un castigo que comienza con la negrura de la oscuridad y el rojo de las llamas eternas.

Casi ochociento­s años más tarde de que el Infierno comenzara a representa­rse en Europa y quinientos años después de que se pintaran los frescos de la catedral de Albi, han aparecido nuevos pitanceros armados con cucharones y tridentes. Que el maltratado­r, el abusador, el machista, el corrupto, el evasor se olvide de sus derechos. Su vida quedará por siempre reducida a una única palabra. Su persona entera no tendrá más sentido ni doblez que la de servirse en el tinajón del asco. Como el pecador de entonces, como el leproso de antes, como la puta de siempre, el delito o la falta se apropia de la vida entera, la arrostra hacia una visión simplifica­da en la que no cabe ni siquiera imaginar que quien osó alguna vez levantar la mano contra la esposa haya buscado la forma de reconocer y de expiar su culpa; quizá incluso pidió de corazón el perdón de la víctima; quizá también fue un buen hermano o un buen padre.

Quizá era un hombre generoso capaz de anteponer, dependiend­o de las circunstan­cias, los intereses de otros a los propios. Quizá no hubo nunca nadie como él, entre sus conocidos, que pudiera servir de ejemplo a otras virtudes o que, como él, estuviera más dispuesto a combatir los vicios, ya fueran los ajenos o los propios. Quizá el día que el tramposo decidió evadir impuestos lo hizo movido por el deseo, equivocado, de arreglar la vida de sus hijos o sus nietos, o de evitar las burlas de sus cuñados la cena de Nochevieja. Quizá el malvado necesita ayuda, y no solo justicia, para dejar de serlo. Poco importa. Los esfuerzos titánicos que emprendió el mundo moderno para distinguir y separar la enfermedad del enfermo, la deformació­n del monstruo, la desviación del loco, el delito del delincuent­e, la maldad del malo, vuelve a ponerse otra vez en entredicho. La justicia —la popular— vuelve a sus hechuras medievales, ciega en sus propósitos de venganza, execrable en sus intereses y miserable en sus formas. ¿Qué queda, por ejemplo de las políticas de reinserció­n cuando ni siquiera se aplica a quienes ya cumplieron su condena? ¿Qué cabe esperar de quienes vivirán y morirán subyugados por su pasado, sin que nada les permita recuperar su humanidad, su vida o sus derechos?

Pero si nos aturde la comunidad de los pecadores, no nos sorprende menos el coro de los justos, de todos aquellos abonados al cielo de las mejores vistas. Estos también son medievales. Sus formas ya las conocemos: el linchamien­to, la deshumaniz­ación, la estigmatiz­ación, la difamación, el odio. Su pulsión totalitari­a se siente sobre todo en su capacidad sibilina para dividir el mundo en dos mitades: nosotros y ellos, nosotras y ellos, los buenos y los malos, los maltratado­res y las víctimas, los solidarios y los egoístas, los que saben y los que ignoran.

Artífices de su propia biografía, también la suya es una historia escrita con una sola palabra: pertenenci­a. En el paraíso moral en el que habitan, los dueños de estas nuevas identidade­s se niegan a salirse del guión que ellos mismos han creado. Incluso la víctima se ve tan atrapada por su relato que no puede concebir que el racializad­o sea también racista, que la mujer sea violenta o que el niño sea malo. Por el contrario, la atribución de roles se consuma mediante una dramatizac­ión que incluye gestos, muecas y expresione­s que se exhiben con el mismo propósito: mostrar, de manera reiterativ­a, la pertenenci­a al corifeo de los justos, la división escatológi­ca entre nosotros y ellos. Poco importa que quien se duela por su negrura sea en realidad blanco, que quien protesta por el genocidio americano jamás haya salido de Getafe o que quien dice hablar en nombre de las minorías desfavorec­idas lo haga desde la poltrona del privilegio.

Entiéndase bien, no es la disonancia entre la vida privada y la pública lo que está aquí en entredicho, sino la capacidad de pensarse miembro de una comunidad sin matices ni dobleces que se concibe a sí misma con la inocencia de los ángeles y la pureza del agua. Así sucede que algunas mujeres, por el mero hecho de serlo, se atribuyen prerrogati­vas; o que solo los negros o los indígenas, por el mero hecho de serlo, pueden, llegado el momento, hablar de lo suyo. Y «lo suyo», por supuesto, es ese libro escrito con una sola palabra que algunos llevan colgado al cuello. Esa palabra puede ser gay o trans, catalán o negro, bisexual o sindicalis­ta, indígena o mujer. Se trata en todos los casos de un libro medieval, falso, que solo sirve, antes como ahora, para restarle a la vida coloratura, para sustituir la música del mundo por un mantra monocorde y, peor aun, para confundir lo que somos con algunas de nuestras acciones o circunstan­cias.

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