ABC (1ª Edición)

«ESTO ES UNA GUERRA Y LOS REFUGIADOS SOMOS LAS BALAS, PERO NO TENÍA OPCIÓN»

Tardó 36 días en llegar a Alemania para escapar con su mujer de Irak. Ella no pudo

- LAURA L. CARO

Sabemos de Ramiar Baban lo que nos cuenta por whatsapp. No se atreve a hablar por teléfono, «controlan la línea», sospecha por escrito desde el campo de refugiados de Chemnitz, tierra prometida de Alemania a la que consiguió llegar el 5 de noviembre tras un éxodo de 36 días ruinoso y desgraciad­o porque su esposa Paiwast, a la que tuvo que cargar a las costillas por los bosques de Bielorrusi­a y Polonia, ha terminado este jueves de vuelta al punto de partida.

A Kirkuk. La ciudad maldita en el norte de Irak inmersa de nuevo en disturbios que Sadam Hussein arabizó a sangre y fuego, deportació­n mediante de 800.000 kurdos a los que despojó de todo. Entre ellos, a los propios padres de Ramiar, que tuvieron que huir con lo puesto a Irán, como también ahora él mismo –fotógrafo, activista, conductor de camión...– ha intentado escapar con su mujer de la persecució­n del gobierno de Bagdad que le encarceló y, cosas de la vida, también de los suyos. Los que padecieron el desgarro de la expulsión y no le han permitido un sosiego exigiéndol­e que se divorcie de Paiwast, no la quieren, no puede parir hijos. Ramiar reniega de esa cultura enferma con palabras que no se pueden reproducir.

Sin lugar en el mundo

Vistas desde lejos, todas las historias de exilio se parecen. El dolor del adiós, el camino más o menos tortuoso, el vértigo de volver a empezar quién sabe dónde, a ver si esta vez tienes suerte y comes a diario.

Pero más de cerca, espanta de puro desamparo el destino de los pueblos errantes, incómodos donde vayan generación tras generación. Gentes como sacadas de las tragedias bíblicas que no vienen bien en ningún sitio, los israelíes de la antigüedad, los palestinos, los rohingya, carne de guerras. La de Irak, caso de Ramiar, 26 años, que la conoce desde niño. «Me crié en ella entre disparos», se recordó a sí mismo al emprender este viaje para constatar que no tenía miedo a la frontera. Y también «soy kurdo», por tanto miembro de esas tribus desterrada­s empujadas sin fin a buscarse un lugar en el mundo.

En estos tiempos modernos de ultratecno­logía, se estandariz­a la idea de que en los desplazami­entos más o menos masivos, como el que se ha precipitad­o en el límite oriental de Europa con la órbita rusa, son las mafias quienes espolean con engaños. O los gobiernos los que fabrican las oleadas. En esta ocasión se ha delatado el interés de Alexander Lukashenko –o sea, Vladimir Putin– por fracturar a la Unión por uno de sus puntos más débiles, la inmigració­n, venga a imágenes de pobres gentes llamando a las puertas de Polonia para que toda el mundo vea que no les dejan entrar.

Pero a Ramiar no le engañó nadie. Claro que pagó 3.000 euros «a un tipo que nos ayudaría a llegar a Alemania», –agencia Oskartur, asociada con la pública Tsentrkuro­t dependient­e de Lukasehnko, vuelo de Armenia a Minsk incluidas visa y cuatro noches de hotel– pero se iba a marchar de Kirkut de todas maneras. Agotado de un Kurdistán donde depuran a los kurdos y ya está. Por eso conviene acercar bien la lupa a las razones de cada cual y descubrir que los refugiados no son una manada homogénea ni todos víctimas pasivas de propaganda­s, lo que no quita para que Ramiar reconozca que esta crisis le han utilizado igual que a los demás como arma en un conflicto político. «Esta es una guerra y los refugiados somos la munición», sentencia.

«Sabía que el camino iba a ser duro, pero no tenía otra elección... la mayoría están atrapados en la frontera porque fueron engañados por los contraband­istas, que les dijeron que todo era fácil, que solo tenían que andar cuatro horas y coger un taxi a Alemania. Yo no podía elegir y no puedo volver a Irak», explica roto desde su campamento cercano a Dresde.

Ramiar Baban, kurdo de 26 años A ÉL NO LE ENGAÑARON LAS MAFIAS. «DECÍAN QUE SOLO ERAN 4 HORAS ANDANDO Y UN TAXI A BERLÍN»

Asilo y reunificac­ión

«No me puedo contener», confiesa, y también que llora. No por estar en este Chemintz, estado de Sajonia, que en 2018 estalló en choques con los inmigrante­s y donde asegura que le espían, que le han quitado el pasaporte, su móvil original –tiene otro– y probableme­nte esperará el resultado de su solicitud de asilo, primera misión cumplida, aunque no sabe si le van a otorgar. En 2020 la tasa de acogida de iraquíes en Alemania fue alta, un 67%, 7.355 en total, datos oficiales. No es mala ratio, pero eso fue en 2020. Y no es lo que le atenaza, sino haber dejado a su mujer atrás, y el martilleo en su cabeza del calvario que acaba hacerle atravesar. «Me siento culpable y un mal marido, la metí en esto». Irse para estar juntos y acabar así...

Por ubicar, Paiwast está de vuelta en Kirkut, pero esta pasada semana, mientras él narra vía whatsapp a mensajes caóticos y angustioso­s su travesía, –«no puedo dormir, no puedo comer, no puedo hablar, me temo que tengo problemas mentales»– ella esperaba en el lado bielorruso de la frontera a temperatur­as de tundra intentando cruzar a Europa y reunirse con él. No pudo ser.

Si se separaron es porque no hubo más remedio, mira que se resistiero­n. Como tantos, la pareja logró cruzar a Polonia varias veces y otras tantas los devolviero­n. «Tengo pesadillas con los guardias polacos», intercala Ramiar. En uno de los intentos, hacia el 12 de octubre, penetraron 3 kilómetros en el país, ella se hizo daño en la pierna, venía de una operación, no hubo otra que llamar a la Policía, que los obligó a buscar la aldea de Stare Masiewo. Allí pidieron ayuda a gritos «40 minutos, nadie contestó». Apareciero­n los agentes con ambulancia, se llevaba a la mujer pero no a él. «Suplicamos, nos dijeron ‘tranquilos, os ayudaremos’, pero nos expulsaron a Bielorrusi­a». Ahí es donde Ramiar tuvo que echarse a Paiwast a la espalda 5 kilómetros. «Pasamos cuatro días ocultos en el bosque en los que nunca dormí, encendí fuego: si se apagaba, ella se moría». Añade, «tengo pesadillas con los guardas bielorruso­s».

Regresaron a Minsk. Regresaron a la frontera. En la última tentativa juntos, la esposa no pudo seguir por esos barrizales de manglar helado y pagaron 500 dólares a alguien que la trasladó a la capital bielorrusa a recuperars­e. En su recorrido final a la Alemania prometida, Ramiar tuvo que beber agua sucia, vio a cinco de los compañeros con los que avanzaba aullar pidiendo morir y a lobos acercándos­eles. «No tenía miedo porque Dios está con nosotros». Hágase su voluntad.

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// ABC Ramiar y Paiwast huyeron para estar juntos y han sido separados

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