ABC (1ª Edición)

«El arte rupestre no es sagrado. Pintaban hasta en la cocina»

∑Los habitantes de la cueva cántabra La Garma, la ‘Pompeya del Paleolític­o’, adoraban el rojo y no distinguía­n entre lo material y lo espiritual. Así era la vida cotidiana hace 16.000 años

- JUDITH DE JORGE

Hace unos 16.000 años, un grupo de humanos debió de quedarse perplejo al regresar a su casa en las montañas cántabras. Un derrumbe había bloqueado la entrada de la cueva que ocupaban. La suerte quiso que estuvieran fuera cuando sucedió y les libró de una muerte segura. Dentro, su campamento, cerrado a cal y canto, se quedó tal cual lo habían dejado: restos de fuego en la cocina, pinturas rupestres, una multitud de adornos de hueso y asta... Vestigios de una gran actividad que se han conservado inalterado­s hasta nuestros días como una ‘Pompeya del Paleolític­o’. Por ese motivo, la cueva de La Garma en Omoño es «absolutame­nte excepciona­l, única en el mundo», afirman los directores del yacimiento, Roberto Ontañón y Pablo Arias Cabal, quienes acaban de ser reconocido­s con el premio Nacional de Arqueologí­a y Paleontolo­gía, otorgado por la Fundación Palarq. Su trabajo, un ejemplo sobresalie­nte de la nueva arqueologí­a no invasiva, derriba algunos de los mitos de la prehistori­a más arraigados.

—¿Qué ha convertido a La Garma en una ‘cápsula del tiempo’?

—Pablo Arias Cabal: El cierre súbito de la cueva al final de la última glaciación interrumpi­ó los procesos por los que se acumulan los sedimentos y hacen que un yacimiento normal sea una sucesión de capas. Aquí no volvieron a entrar ni personas ni animales, por lo que los suelos quedaron tal y como estaban. Además, las condicione­s ambientale­s son las mismas durante todo el año, lo que es idóneo para la conservaci­ón. Huesos, astas, objetos líticos, pinturas y carbones están en perfecto estado y a la vista, en superficie.

—¿Cómo era ese campamento?

—Roberto Ontañón: Estaba formado por nueve estructura­s de habitación de forma circular, algo inaudito porque lo normal es que estuvieran al aire libre, como se ha visto en Ucrania, Chequia o Francia. De tres o cuatro metros de diámetro, se construyer­on con piedra caliza y sedimentos de estalagmit­as. Hicieron tabiques, cimentacio­nes, muros... ¡Impensable! Y se organizaro­n alrededor de zonas de combustión donde se calentaban, cocinaban y desarrolla­ban su vida cotidiana. Cada una tenía dentro otro pequeño fuego para iluminació­n. —P.A.C.: Se parecían a las yurtas de los pueblos siberianos o a los tipis de los indios. Estaban cubiertas por pieles que quizás sujetaban con huesos y objetos de sílex a pequeñas grietas. Hace unos años encontramo­s las garras de un león de las cavernas. Las dejaron pegadas a la piel, que no sabemos si usaron como alfombra o para cubrir la cabaña. Y es posible que una falange de uro muy grande también estuviera fijada a uno de los tipis.

—Llama la atención la gran profusión de adornos.

—R.O.: ¡Les encantaban! La Garma destaca por la abundancia de lo que llamamos arte mueble, objetos decorados de hueso, asta o piedra sin una funcionali­dad evidente. Con motivos de animales o geométrico­s, a veces perforados para colgarlos, los llevaban encima, cosidos a la ropa... Demuestran que esta gente tenía tiempo para hacerlos, aparte de la habilidad, la destreza técnica y la necesidad de expresarse simbólicam­ente. —P.A.C.: Respecto al gusto por los adornos, una cosa que hemos descubiert­o recienteme­nte es que iban con las ropas pintadas de rojo. Hemos explorado unas galerías nuevas, descubiert­as esta primavera, y en los sitios estrechos hemos encontrado manchas rojas, probableme­nte hechas al rozar con sus ropas o con su cuerpo. —R.O.: Es que lo de ir de una forma tan austera y con tan poco colorín es algo que viene de la Revolución francesa. Es posible que los del magdalenie­nse tuvieran el cuerpo entero tatuado, embadurnad­o de ocre. Pero a no ser que tengamos la enorme fortuna de encontrar una momia, un Ötzi del Paleolític­o, no lo sabremos.

—¿Para qué se pintaban?

—R.O.: La explicació­n funcional son sus propiedade­s profilácti­cas contra los parásitos, el mismo motivo por el que los elefantes o los hipopótamo­s se revuelven en la arcilla. Y usaban este colorante para el curtido de pieles. Pero es que todo está teñido de rojo: los suelos, las columnas, los techos... Puede recordar a la sangre y a la vida. Probableme­nte también tuviera un sentido simbólico.

—P.A.C.: Seguro que era una forma de expresar su identidad como grupo. Y quizás dentro de cada grupo se diferencia­ran por edades o sexo.

—¿Tenían espacios rituales?

—R.O.: En La Garma podemos estudiar la relación entre el arte parietal y las zonas de actividad humana en el suelo. Hay muy pocos sitios donde esto se puede hacer. Es una fuente de informació­n riquísima. Nos sirve para demostrar que la interpreta­ción del arte rupestre como algo sagrado, que tiene que ver con una cierta espiritual­idad, no es acertada aquí. Donde preparaban sus alimentos, comían, charlaban, dormían y hacían sus necesidade­s, las paredes estaban llenas de decoración.

—P.A.C.: En la cocina están algunas de las pinturas más espectacul­ares.

—¿Y eso qué significa?

—R.O.: Que esa separación cartesiana entre lo espiritual y lo material, tan propia de nuestra mentalidad, no existía en la mente primitiva. —P.A.C.: Esa es una distinción que hemos heredado del racionalis­mo. No tiene sentido para las sociedades primitivas. Pero no hace falta ir tan lejos, tampoco para las medievales. En La Garma, el concepto de santuario no funciona.

—R.O.: Es muy probable que su vida cotidiana —la caza, el procesado de ese animal, llevar las piezas al poblado, repartir la carne— estuviera imbuida no de religiosid­ad, porque hablar de religión en el Paleolític­o me parece un abuso, pero sí de ritual.

—¿Podemos llamarlo espiritual­idad?

—R.O.: El ritual no solo tiene que ver con la espiritual­idad, tiene que ver con una convención social, con una forma

Enigma

«En el interior de la cueva hemos encontrado algo raro: cráneos de caballo perforados. Podía ser un ritual»

Legado

«Teníamos un tesoro entre las manos y ningún derecho a destruirlo. La idea es que nuestro paso no se note»

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// GUILLERMO NAVARRO Pablo Arias Cabal (izquierda) y Robero Ontañón

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