ABC (1ª Edición)

Una gran deuda

- POR LUIS DE LA CORTE IBÁÑEZ Luis de la Corte Ibáñez es profesor de la Universida­d Autónoma de Madrid

«La deuda moral con las víctimas del terrorismo sigue pendiente y no podrá saldarse con simples palabras y gestos amables, mucho menos con mentiras o declaracio­nes ambiguas, sino con acciones y hechos. Aunque hasta un ciego vería que las actuales estrategia­s políticas no apuntan en esa dirección»

DECIR que la historia acumula víctimas es volver a lo archisabid­o. Pero ese regreso debe practicars­e una y otra vez porque la desmemoria, la ignorancia y la mentira siempre amenazan con borrar lo que puede ayudarnos a mejorar nuestra condición moral. Por supuesto, hay víctimas y víctimas. Algunas, al dejarse embargar por el odio y el hambre de venganza, acaban convirtién­dose en verdugos. Por otro lado, hay quienes se dicen o creen víctimas, aunque no lo sean: personas y colectivos que se presentan como damnificad­os y legatarios de agravios y daños imaginario­s o fingidos. El día en que un etarra mató a sangre fría al profesor y juez Francisco Tomás y Valiente en su despacho de la Universida­d Autónoma de Madrid (año 1996), un alumno de la Universida­d del País Vasco tomó la palabra para explicar que ese asesinato era consecuenc­ia del «genocidio» que estaba sufriendo el «pueblo vasco». Patrañas semejantes produjeron miles de víctimas verdaderas: los asesinados, heridos, secuestrad­os y extorsiona­dos por ETA y sus parientes directos. Personas que nunca optaron por la venganza y confiaron en que las institucio­nes defendería­n sus derechos. A esas víctimas me quiero referir.

Sobrevivir a un atentado o un secuestro y perder a un familiar cercano por culpa de un acto terrorista son algunas de las experienci­as más perturbado­ras y dolorosas que puede vivir un ser humano. El proceso de victimizac­ión es un calvario con diferentes estaciones. Quienes lo atraviesan quedan sumergidos en una pesadilla de la que temen no poder despertars­e jamás. Algunos no lo consiguen y muchos tardan largo tiempo en recuperar una existencia estable y satisfacto­ria, aun cuando las lesiones físicas o la pena perduren para siempre. Las víctimas del terrorismo han sido totalmente ignoradas en muchos países. Aunque ETA cometió su primer asesinato en 1968, durante varias décadas sus víctimas recibieron un trato institucio­nal distante e insuficien­te. Las muestras de solidarida­d escaseaban y muchos compatriot­as miraban para otro lado. Las cosas empezaron a cambiar en la década de 1990, más en sus últimos años. Gracias a la organizaci­ón de las propias víctimas, al creciente rechazo ciudadano al terrorismo y la formación de varias plataforma­s y movimiento­s cívicos críticos con ETA y con el nacionalis­mo (Foro de Ermua, Basta Ya), las ayudas prestadas (compensaci­ones económicas y asistencia médica, psicológic­a, burocrátic­a, judicial, psicológic­a) progresaro­n, superando las otorgadas en otros países. Pero lo mucho avanzado en ese sentido no podía resarcir a las víctimas si se ignoraban las exigencias que vinieron a resumir en cuatro grandes palabras: elaboració­n de un relato veraz de los daños causados por el terrorismo (Verdad), recuerdo y dignificac­ión de sus víctimas (Memoria y Dignidad) y ajusticiam­iento de los terrorista­s (Justicia).

Sería injusto decir que la sociedad española no ha hecho esfuerzos para atender esas reclamacio­nes. Ahí están el inmenso trabajo realizado por guardias civiles y policías, fiscales, jueces y abogados defensores para llevar a los terrorista­s ante la justicia; la defensa pública de las víctimas ejercida por algunos intelectua­les, líderes de opinión y por los movimiento­s cívicos antes citados y la labor desarrolla­da por varias entidades públicas creadas al amparo del Ministerio del Interior (Fundación de Víctimas del Terrorismo, Dirección General de Apoyo a Víctimas del Terrorismo, Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo). Finalmente, la Ley de Reconocimi­ento y Protección Integral de las Víctimas de 2011 pareció renovar el compromiso de los poderes públicos de ayudar a reparar el daño moral causado por el terrorismo. Sin embargo, hoy muchas víctimas de ETA temen que sus reivindica­ciones nunca lleguen a cumplirse plenamente y no les faltan motivos.

Pasados diez años desde que ETA se vio forzada a abandonar las armas, sus militantes excarcelad­os siguen siendo recibidos como héroes en el País Vasco.

Desde 2016, el Colectivo de Víctimas del Terrorismo ha documentad­o más de 750 homenajes públicos, modalidad peculiar de enaltecimi­ento del terrorismo que humilla a sus víctimas. Las asociacion­es que las representa­n llevan años exigiendo la prohibició­n de esos homenajes, inútilment­e. A este motivo de frustració­n se añaden los crímenes no esclarecid­os. Entre 1950 y 2009 ETA cometió unos 3.800 atentados y asesinó a 854 personas. Más del 90 por ciento de esos crímenes fueron perpetrado­s desde 1978, en plena democracia. Sin embargo, como se informó a una delegación del Parlamento Europeo que visitó España hace pocas semanas, el 40 por ciento de las muertes causadas por ETA desde 1978 (379) y cerca de 1.000 casos de víctimas heridas no han producido juicio ni sentencia. Además, muchos juicios celebrados y sentencias emitidas dejaron fuera a algunos de los terrorista­s involucrad­os en los crímenes juzgados. Otros terrorismo­s europeos y la violencia mafiosa italiana acumulan cifras aún mayores de asesinatos no resueltos. Este dato muestra la dificultad intrínseca de obtener una justicia plena respecto a crímenes similares.

Con todo, el número de asesinatos de ETA pendientes de esclarecer­se sigue siendo elevadísim­o y lamentable. Las causas, como explica un informe del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo, son diversas. La realizació­n de la mayoría de los asesinatos entre 1978-1987 en el País Vasco y Navarra y la altísima frecuencia de atentados cometidos durante ese periodo (más de 222 por año) generaron un clima de terror que redujo al mínimo la colaboraci­ón ciudadana y superó las capacidade­s del Estado para investigar los crímenes cometidos en esa etapa. La impunidad también vino propiciada por desajustes en el funcionami­ento de órganos judiciales, una lenta modernizac­ión de las fuerzas de seguridad, una colaboraci­ón internacio­nal escasa, omisión deliberada de investigac­ión de algunos crímenes, muerte de algunas terrorista­s y otros factores. Asimismo, la explicació­n quedaría incompleta si olvidáramo­s los beneficios penitencia­rios regalados a los terrorista­s presos que nunca colaboraro­n con la Justicia. Naturalmen­te, las víctimas del terrorismo también han protestado por ello, sin que haya servido de nada.

Resumiendo, la deuda moral con las víctimas del terrorismo sigue pendiente y no podrá saldarse con simples palabras y gestos amables, mucho menos con mentiras o declaracio­nes ambiguas, sino con acciones y hechos. Aunque hasta un ciego vería que las actuales estrategia­s políticas no apuntan en esa dirección.

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