ABC (1ª Edición)

La excomunión del silencio

Sin el esnobismo cultural de la Transición no se entendería­n los ruidos mediáticos para unos, y menos aún los silencios para otros.

- IGNACIO RUIZ-QUINTANO

DEL desierto literario de la Dictadura, con flores tan mostrencas como Camilo José Cela, al oasis literario de la Democracia, donde Almudena Grandes reinó como primera dama de las letras desde el 89, cuando un jurado presidido por Cela le concedió el premio de novela erótica por ‘Las edades de Lulú’, de la que los españoles devoraron, como si fueran vacunas, unas treinta ediciones.

–¡Suerte, amiga! –ha sido la esquela de un exdirector del periódico de las élites decididas a atar en corto a Dios.

Grandes tuvo un nombre de ficción como sacado de Eça de Queirós (Almudena Guadalupe del Pilar Alántara-Figueroa, etcétera) y el mérito descomunal de poner a leer a Otegi, que la ha despedido con un «eskerrik asko por tu literatura», dándole vueltas todavía a la ‘cuestión ontológica’ de Malena en ‘Almudena es un nombre de tango’ («¿Qué le pasa a tu marido, que ahora, en lugar de polla, tiene entre las piernas una prueba irrebatibl­e de la existencia de Dios?»), mientras en Mejorada del Campo un albañil levantaba, para alabar a Dios, una catedral; Justo Gallego, muerto el mismo día que Grandes.

Sin el esnobismo cultural de la Transición no se entendería bien el ruido mediático con Grandes (hasta los cantarrana­s del fútbol incrustaba­n entre los goles «frases lapidarias» –eso escribía Miguel García-Posada– de la novelista). Pero lo que no se entendería de ningún modo son los silencios mediáticos: el silencio mastuerzo para despedir a Escohotado o el silencio elocuente (virtud de actriz francesa, decía Santayana) a las muertes de Trevijano o Bueno. La «excommunic­ation du silence», llamó Michelet al impresiona­nte silencio con que la muchedumbr­e que abarrotaba los tejados de París recibió a los reyes, de regreso desde Varennes custodiado­s por Petion, que confesó haber tenido sueños húmedos (¡almudenens­es!) durante el viaje. La Asamblea decretó que el rey no había huido, sino que había sido raptado. Y la sociedad, dicho por Derrida, vive inmersa en la mentira absoluta.

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